Opinión /

Vladimir, el Vaquerito


Martes, 30 de octubre de 2012
Álvaro Rivera Larios

Si la lucha de clases es el motor de la historia, dónde ubicamos esa escena triste, que circula como el eco de un mayo trágico y ya distante, en la que uno de los captores de Roque Dalton lo agarra a patadas gritándole que no es más que un intelectual cobarde.

Sabiendo lo que sucedió después, dicha escena no resulta inverosímil y ahí está: esperando al dramaturgo que sepa colocarla sobre un escenario para que suelte la carga de lo que aun no hemos sido capaces de pensar e imaginar.

Se calla mucho, se oculta mucho, sabemos poco y apenas hemos forzado el fondo de las escasas imágenes que se conservan de los hechos. Sabemos el desenlace, pero el relato es confuso. Los sujetos implicados en el crimen se abstienen de contar detalles que puedan girarse contra ellos. Más de alguno relata hoy la captura, cautiverio y ejecución del poeta como si hubiera sido un proceso judicial. Cualquiera diría que a Dalton lo condenó un jurado ecuánime y no una pequeña asamblea controlada por sus enemigos.

En ese drama que todavía espera ser escrito, cabe imaginar otro cuadro en el que treinta años más tarde los asesinos del poeta regresan al lugar del crimen para contar una mentira que por fin pueda liberarlos de esa sombra cuyo peso los persigue. No sería tanto una mentira que cuenten a otros, como una mentira que se cuentan a sí mismos.

Pero volvamos a la escena en que uno de los captores del poeta lo agarra a patadas. No se trata de lacerarnos con su recuerdo. Ahí tenemos un instante que nos está reservando su verdad oculta desde hace más de treinta años. El Vaquerito, el tipo que dicen que pateó al poeta, no debería quedarse atrapado en una frase breve y un olvido largo. Se merece un primer plano, aunque solo sea para indagar de dónde procedía su desprecio a Roque Dalton.

El hombre tirado en el suelo, el que recibe las patadas, ahora es un mito para la izquierda latinoamericana. Ustedes ya saben lo que le sucede al tipo que le da patadas a un mito: su memoria es la de la infamia y casi podría decirse que nadie asume su recuerdo, nadie pregunta por su rostro, nadie pregunta en dónde tiraron su cadáver. Porque al Vaquerito, el presunto ejecutor material de la muerte de Dalton, también lo mataron.

Nos obsesiona el paradero del cuerpo de Dalton; en cambio, nos trae sin cuidado en qué lugar reposan los huesos del Vaquerito porque la suya es una herencia que jamás tendrá un mausoleo glorioso. Triste posteridad para un muchacho que allá por los años 70 del siglo pasado se unió a un grupo de conspiradores que soñaba con libertar al pueblo salvadoreño.

Todos esos muchachos que imaginaban sus historias personales dentro de la épica grandiosa de un proceso de liberación, nunca sospecharon que tales relatos podían extraviarse por recovecos turbios, oscuros. La revolución, ahora lo sabemos, es un árbol del que pueden brotar mártires, héroes, traidores y caníbales. El Vaquerito nunca se imaginó que pasaría a la historia como el hombre que quizás mató a uno de los grandes mitos de la izquierda latinoamericana. Es un personaje fallido, trágico, que nadie asume y sobre el cual nadie se interroga. El Vaquerito parece condenado a ser la figura de un texto escrito por cualquiera de los hermanos Galeas, porque a la izquierda únicamente le gusta pronunciar y escuchar los relatos que la dejan en paz consigo misma o que celebran su gran misión histórica. El fantasma del Vaquerito recorre la misma senda que el fantasma de Mayo Sibrián.

No lo convirtamos en una pieza sin vida que movemos con el único propósito de condenar políticamente a un tercero. Utilizada la pieza, la devolvemos a ese cajón donde se guardan los datos que pueden emplearse siempre contra un adversario.

Entre los que recuerdan para oficiar una condena fácil y los que hacen del recuerdo un instrumento político, quizás tenga cabida una tercera posibilidad, la de quien invoca al fantasma del Vaquerito para interrogarlo.

Lo que digo, habría que subirlo a un escenario para desentrañar ese instante en el que patea a Roque Dalton. A primera vista, Vladimir Rogel Umaña, alias el Vaquerito, parece un instrumento de Rivas Mira y sus allegados. Parece un personaje sin fondo al que la posteridad carga de atributos negativos y tangenciales que de ninguna forma representarían el espíritu de aquel proceso revolucionario. De tales atributos negativos, de tales errores personales no se hace cargo nadie y si alguien los asume es para decir que ya están condenados y superados. Se ha recuperado el camino, después del accidente. Vladimir Rogel Umaña fue un accidente, un fallo trágico.

¿Y si no fue un accidente, sino que fue una posibilidad nacida de las mismas estructuras, ideas, experiencia y limitaciones de aquel juego revolucionario?
La verdad es que la rueda giró y, ocho años más tarde, volvió a repetirse en otra organización y en una encrucijada parecida, la escena terrible en la que un compañero de causa mató a la Comandante Ana María. Los dos hechos parecen inconexos, la muerte de Dalton y la muerte de la Comandante Ana María, pero ambos fueron desenlaces de conflictos internos en torno a la línea política y el gobierno de una organización.
Uno se pregunta si el fantasma del Vaquerito, rencarnado en otros hombres y propiciado por factores semejantes, no apareció en los irreconciliables debates que condujeron a la muerte de Mélida Anaya Montes. Si fuese así, el Vaquerito es algo más que un nombre y un montón de huesos, es un espíritu latente que puede volver en la medida en que la izquierda sea incapaz de negociar sus conflictos ahí donde aparezcan. El Vaquerito es una figura que potencialmente seguiría viva en la medida en que continúen vivos ciertos valores, ideas y formas de hacer política.

Volvamos a la escena en que Vladimir Rogel patea e insulta a Roque Dalton. Veámoslo ahora como un personaje que arrastra connotaciones simbólicas. Ya no lo veamos como un accidente, como alguien que se fue con sus desvíos a la tumba, veámoslo como el producto de una circunstancia y como la encarnación de unos valores. Manejemos la hipótesis de que existía un mecanismo social enterrado, oculto, innombrado, que facilitó la aparición del Vaquerito, de Rogelio Bazzaglia, de Mayo Sibrian, etcétera.

El Vaquerito es un instrumento de otro, quizás sea la otra cara sumisa y entregada que demanda ese “culto al líder” tan recurrente y tan paradójico si tenemos en cuenta que opera como una ley dentro de grupos colectivistas. La lealtad al proceso es la lealtad a una figura carismática, Rivas Mira, un líder con afán de concentrar en su mano el poder, la razón y el destino del proceso revolucionario. Cuestionar la palabra del líder, a ojos del Vaquerito, equivalía a poner en peligro la razón y el inminente estallido revolucionario. El Vaquerito era un sujeto propenso a las ideas claras, es decir, a tener únicamente dos ideas: quien no está con nosotros, está contra nosotros y, por lo tanto, trabaja para el enemigo. Dalton se convirtió en el enemigo.

Cuando se patea a un hombre es porque previamente ha sido despojado de su dignidad. Antes de que le pegaran el tiro, Dalton fue víctima de un proceso de desvalorización. Su gran error fue querer plantear un debate sobre la línea política en un territorio que pertenecía al macho dominante y su jauría. Rivas Mira quería un asesor, no alguien que pusiera en peligro su control político e ideológico sobre el conjunto de la organización. El mero hecho de plantear un debate ya suponía poner en tela de juicio la razón y la autoridad del macho dominante, del gran Capitán. Eso, querer dialogar de verdad, querer abrir un debate donde antes no existía, fue considerado una conducta rebelde, una conducta sediciosa y, cómo no, un ataque a la revolución.

Y como el prestigio de Dalton era intelectual había que movilizar contra él ese recelo al hombre de ideas que forma parte del populismo radical y de los abordajes militaristas del cambio. ¿Cómo se atrevía un vulgar intelectual a poner en tela de juicio al macho dominante y sus centuriones? ¿Qué valor tenían las ideas de Dalton comparadas con las acciones audaces llevadas a cabo por el gran Capitán y sus hombres? Visto en perspectiva, el burdo proceso de desvalorización que posibilitó el asesinato de Dalton a quien hoy desvaloriza es a quienes lo pusieron en marcha. Al cubrir de ignominias al poeta, delataron las estructuras turbias que condujeron a su muerte.

Es cierto que a Dalton lo mató también su propia ingenuidad, su propio romanticismo le impidió ver la peligrosa ratonera en la quiso abrir un debate.

Los personajes que se mueven sobre el escenario no nos interesan para ejercitar esa condena fácil que sirve a su vez como una ocasional arma política. Nos interesan el Vaquerito, Rivas Mira y los demás como figuras a las que puede interrogarse y que permiten abrir una indagación sobre la izquierda y la forma en que esta se miente a sí misma cuando se examina frente al espejo. Lo que deberíamos intentar explicar, más allá de la condena fácil al Vaquerito, es cómo se pudren los debates radicales hasta el punto de dar pie, en situaciones extremas, a actos de canibalismo.

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