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Los niños esclavos del hospital Bloom

Miguelito tiene 14 años de edad y 10 de ellos los ha vivido conectándose regularmente a una máquina que lo esclaviza en sesiones de hasta seis horas. Su liberación y la de otros 24 niños en el Hospital Nacional de Niños sería un trasplante de riñón, pero mientras el Bloom carezca de los $25 mil per cápita que necesita, están condenados a ver cómo su niñez y su adolescencia se esfuman en la lucha por sobrevivir.

Lunes, 8 de octubre de 2012
Patricia Carías

Es casi la hora del almuerzo y Carolina espera ansiosa. Sus ojos almendrados y sus cejas pobladas apuntan al reloj colgado en la pared. Lleva desde las 6 de la mañana sentada en una silla y ahora solo quiere que la máquina que le marca la hora de salida la suelte para poder regresar a casa. Bip, bip, bip, suena esa máquina a su derecha, una y otra y otra vez, y Carolina traduce el sonido como un tic, tac, tic, tac, mientras sus ojos siguen viendo el reloj. El reloj da la hora, pero su momento de salida depende de esta otra máquina que hace bip, bip, bip, a la que Carolina está unida por un tubo plástico que le atraviesa el pecho. Gracias a ese orificio en su pecho, la máquina puede extraerle la sangre y limpiarla de toxinas, porque los riñones de Carolina hace tiempo que no pueden hacer ese trabajo. A las 12 terminarán sus seis horas de tortura, pero Carolina sabe que será un final fugaz, porque tendrá que volver dentro de dos días como parte de una rutina que ha seguido a lo largo de los últimos seis años de su vida y que la obliga a conectarse a la máquina tres veces por semana. Tenía 11 años cuando comenzó el tratamiento de hemodiálisis en el Hospital Nacional de Niños Benjamín Bloom, y no sabe cuánto tiempo más tendrá que seguir así, porque dentro de los 24.9 millones de dólares de presupuesto que el Bloom obtuvo para operar en 2012, no hay los 25 mil dólares que permitirían a Carolina acceder a algo que pudiera considerarse una vida más o menos normal.

Carolina ha pasado conectada a esa máquina el equivalente a siete meses ininterrumpidos las 24 horas del día. Sabe que si no tuviera esas sesiones, moriría, al igual que otros 24 niños que están en lista de espera en el Bloom. Todos están diagnosticados con una falla renal terminal en la que sus riñones filtran pocas o ninguna de las toxinas de la sangre, por lo que deben someterse al proceso de purificación artificial que hace la máquina de homodiálisis. Para Carolina y estos otros 24 niños hay una opción a la tortura de conectarse repetidas veces a la máquina por tiempo indefinido: recibir un riñón bueno para que les sea trasplantado. El problema es que sus familias carecen de dinero para pagar el trasplante en un hospital privado, y entonces todas sus esperanzas están puestas en el Bloom, el único hospital pediátrico público avalado por el Ministerio de Salud para realizar cirugías de trasplante de riñón, pero que carece de financiamiento para eso.

Fue en septiembre del año pasado cuando las autoridades del Bloom decidieron poner en pausa las cirugías de trasplante. Después de esforzarse para pagar los exámenes necesarios para obtener la donación de un riñón, la familia de Carolina y otras familias siguen esperando que el hospital reanude las cirugías antes de que la validez de los exámenes venza, pero esa puede ser una esperanza vana.

* * *

La vida de Carolina Sandoval cambió a los 11 años de edad. Una madrugada de finales de octubre de 2006, el aire no encontró espacio en su garganta y el esfuerzo que hicieron sus pulmones aceleró su pulso cardíaco como nunca antes. Se asfixiaba. El cuerpo delgado y frágil de Carolina palidecía y poco a poco perdía la consciencia. Esa madrugada, Ricardo y Lorena, sus padres, salieron de su casa en uno de los cantones de Mariona para llevar a su hija hasta la sala de emergencias del Bloom. Ya ahí, unas cuantas dosis de medicamentos y un par de exámenes bastaron para que los médicos dieran el veredicto.

–Señora: su niña tiene insuficiencia renal –explicó sin preámbulos uno de los médicos, dirigiéndose a Lorena.

–¿Y me la voy a poder llevar esta misma noche? –preguntó Lorena con los ojos todavía llenos de lágrimas tras temer que su hija muriera asfixiada.– Yo no sabía qué era eso –dice hoy, sonrojada, por la pregunta de aquella madrugada.

Lorena mide 1.70 de altura, tiene el cabello negro y largo, las cejas pobladas como las de su hija y un lunar por encima de la boca al lado izquierdo del rostro. A sus 42 años parece tener un espíritu fuerte, pero se rompe cuando habla de la enfermedad de Carolina.

–Yo decía qué he hecho para que le pase esto a mi hija. Pero con el paso de los años fui viendo que había casos peores y ya no me sentí tan mal.

Las siguientes 15 noches después del veredicto de los médicos, mientras Carolina se recuperaba, Lorena durmió debajo de un mostrador en el hospital. Suficiente tiempo para asimilar que iba a tener una nueva vida, para saber que desde entonces la familia iniciaría con Carolina un proceso largo y doloroso para combatir una enfermedad que no tiene cura. Para ese entonces, las opciones eran las mismas que hoy: tratamientos de diálisis o trasplante renal. Esta última, para los Sandoval, representaba una inversión inalcanzable por las mismas razones económicas por las que decidieron llevar a Carolina al Bloom.

Los Sandoval estaban sorprendidos de lo que les dijeron los médicos. ¿Por qué los riñones de Carolina habían dejado de funcionar? ¿Qué había causado el deterioro? ¿Por qué se enteraron hasta ese momento -ya demasiado tarde- de que algo andaba mal? Estas son algunas de las primeras preguntas que hicieron a los médicos que atendieron a su hija. La respuesta fue la misma que recibieron los otros 24 padres de niños con insuficiencia renal que atiende el Bloom y muy probablemente la misma de reciben la mayoría de pacientes renales en cualquier parte del mundo: la insuficiencia renal es una enfermedad silenciosa, que no muestra síntomas o molestias notorias en quien la padece, por lo que en muchos de los casos cuando es diagnosticada los pacientes ya se encuentran en una etapa avanzada. Esta enfermedad es la etapa final del deterioro lento de los riñones, proceso conocido como nefrosis, que es el daño del riñón. Contrario a lo que muchos piensan, esta no es una enfermedad hereditaria, sino el resultado de otras enfermedades que sí son hereditarias como la hipertensión y la diabetes, entre otras. Sin embargo, cada caso puede presentar causas diferentes. A la fecha, la medicina no ha logrado avanzar lo suficiente como para determinar una razón específica por la que los riñones se estropean.

La noticia sobre la enfermedad de Carolina puso el mundo de los Sandoval de cabeza en 2006 y se quedaría así hasta ahora. La misma Carolina seguiría luciendo igual durante los próximos años. Y es que con los riñones dañados, los niveles de calcio y otros nutrientes que fortalecen los huesos no serían administrados de forma adecuada en su cuerpo, por lo que el crecimiento y el desarrollo físico se retrasarían hasta que obtuviera un nuevo riñón. Pero este sería solo uno de los cambios en su nueva vida.

El nuevo comienzo de Carolina le impediría ser la niña alegre y jovial que hasta ese entonces todos habían conocido. La sentencia que la ató a una máquina de hemodiálisis le robó su tiempo para estudiar y compartir con las amigas. Hoy, 18 horas a la semana tiene que pasarlas con esa máquina chupasangre. Los medicamentos del tratamiento también tuvieron sus efectos en Carolina y le opacaron la sonrisa. Las altas dosis de más de 10 medicamentos al día trastornaron el sistema nervioso de Carolina, causándole cambios repentinos en sus estados de ánimo. Los intereses de una niña sana de 11 años quedaron atrás. La escuela, los amigos y el tiempo libre ahora se nublan detrás de una sola prioridad: sobrevivir.

Las continuas visitas al hospital implicaron no solo el abandono del octavo grado en su escuela, sino nuevos gastos para la familia. Los 525 dólares de ingresos mensuales de los Sandoval no alcanzan para pagar un trasplante de riñón al costo unitario de 25 mil dólares del Bloom. Estos equivalen a casi 4 años de ingresos familiares. En esta familia de cinco miembros, que incluye las dos hermanas mayores de Carolina -Sofía, de 23 años, y Claudia, de 20- las prioridades económicas también cambiaron.

Sofía y Carolina abandonaron sus estudios de tercer y primer año de bachillerato, pues el dinero debía canalizarse a costear medicamentos y los insumos médicos. Claudia comenzó en 2010 a trabajar como cajera en un restaurante. Ahora el salario mínimo que recibe más los ingresos del padre sirven para costear los gastoso mensuales de la familia y las necesidades de su hermana menor pero no para pagar un trasplante. Sofía, en cambio, ha tenido que sacrificar también las posibilidades de un empleo porque mucho de su tiempo debe dedicarlo a Carolina. Y Carolina no es ajena al sacrificio de sus hermanas.

–Ellas querían ser enfermera y secretaria, pero dejaron de estudiar por el dinero. Mire, yo caí en depresión, Sofía me decía que quería trabajar y nunca podía –cuenta Carolina.

* * *

Por fuera, el Bloom luce imponente. La torre de ocho pisos sobresale entre los condominios en los alrededores de la esquina donde el Bulevar de los Héroes se une a la 25a. Avenida Norte. Es un hospital de tercer nivel, es decir, un hospital que brinda servicios de salud a niños con diagnósticos y tratamientos complejos que no pueden ser tratados en otros establecimientos de salud en la red pública. A diario el Bloom atiende niños de todos lados del país y hasta de Guatemala y Honduras. La fama de este hospital lo ha llevado a estar entre los mejores hospitales pediátricos de Centroamérica que brindan servicios en especialidades como oncología, nefrología, hematología, endocrinología, siquiatría y neurología.

Por dentro, el Bloom es un hospital precario que atiende a pacientes que en teoría no pueden costearse otro lugar donde tratarse sus problemas de salud. Para detectar fallas o carencias basta caminar entre los pasillos, donde los padres reclaman falta de medicina, donde los médicos y enfermeras reclaman jornadas de trabajo excesivas y donde muchos reclaman la falta de insumos médicos para aplicar los tratamientos.

A pesar del temor con el que algunos empleados hablan de la situación presupuestaria del Bloom, a inicios de septiembre de este año, Hugo Salgado, director del hospital, hizo una solicitud pública al Ministerio de Salud: un refuerzo presupuestario de 1.5 millones de dólares. Según Salgado, el refuerzo serviría para comprar insumos médicos tan básicos como jeringas y catéteres pediátricos, entre otros productos para especialidades que el Ministerio no satisfizo o que ya se terminaron.

Para los hospitales nacionales la compra de medicamentos es en teoría un rubro que no aparece en sus presupuestos. Esto se debe a que es el Ministerio el que se encarga de realizar una compra de medicamentos e insumos médicos conjunta. De esta forma, al comprar grandes cantidades se obtiene un mejor precio por producto. Los hospitales nacionales también trabajan con un sistema de redes de abastecimiento que en teoría les permite suplir sus necesidades de medicamentos e insumos médicos por medio de intercambios. Cuando un hospital necesita un medicamento específico consulta con los demás hospitales de la red si estos pueden suplir la necesidad.

Sin embargo, esta forma de abastecimiento no alivia el problema en el hospital Bloom. Y es que siendo el único hospital pediátrico del país, las necesidades en medicamentos e insumos médicos también son pediátricas, y por lo tanto normalmente no se manejan en otras instituciones. Es así como el hospital, cuando puede y tiene para hacerlo, termina comprando los productos por su propia cuenta.

En el peor de los casos son los propios papás los que tienen que buscar la manera de correr con los gastos. Para los Sandoval, los gastos del tratamiento de Carolina han dejado dos deudas aún sin saldar. La primera fue un préstamo de 500 que hizo Lorena a la Fundación Contra la Insuficiencia Renal Crónica (Funcir), una asociación de padres de pacientes con insuficiencia renal en el Bloom que, mes a mes, monta actividades como rifas, baratillos y venta de comida para conseguir fondos que ayuden a los padres a costear las medicinas e insumos médicos de sus hijos cuando el hospital no los puede suplir. Cuando el Bloom se queda sin las sondas, filtros o los medicamentos para pacientes de hemodiálisis, los padres acuden a Funcir, donde pueden comprar estos productos a la mitad del precio que maneja el mercado.

Solo las sondas y el filtro a través de las cuales conectan a los niños con deficiencia renal a la máquina que purifica su sangre tienen un costo de 60 dólares en el sector comercial. Si se toma en cuenta que estos materiales son desechables y que se necesitan tres veces a la semana, el costo aproximado por paciente es de 180 dólares semanales o 720 dólares al mes. Mucho más que los ingresos mensuales de la familia Sandoval. En el sector privado una sesión de tratamiento de diálisis o hemodiálisis puede costar hasta entre 200 y 300 dólares cada sesión.

Uno de los productos más comunes para pacientes de hemodiálisis que corre por cuenta de los padres de familia es la eritropoyetina, una hormona que estimula la formación de glóbulos rojos en la sangre. Esto debido a que el tratamiento con frecuencia hace que los pacientes presenten problemas de anemia, por lo que estos niños reciben de dos a tres dosis de la hormona a la semana. Cada una de estas dosis en el mercado libre cuesta 26 dólares, cantidad que el Bloom no siempre puede cubrir.

El segundo gran gasto de los Sandoval fue el préstamo que Ricardo hizo en su trabajo para cubrir el transporte y los medicamentos de Carolina. Ricardo labora como recolector de desechos sólidos en la Alcaldía de San Salvador. Fue ahí donde logró obtener un crédito, del cual aún debe 3 mil dólares.

Las necesidades de insumos médicos y medicamentos se agudizan durante los últimos meses del año, cuando el presupuesto del hospital ya se agotó y carece de recursos para adquirirlos. Este año ocurrió lo mismo: el presupuesto de 24.9 millones de dólares es historia. “Nosotros ya sabemos que se va a acabar el presupuesto, desde enero lo sabemos”, explica el subdirector del Bloom, Héctor Lara. “Desde que nos dan un presupuesto de 24 millones ya vamos con menos de lo que necesitamos. Este hospital funcionaría con unos 50 millones, tomando en cuenta que no cobramos porque esa es la política del gobierno”.

En lo que va de 2012, el Bloom ha recibido un solo refuerzo presupuestario por la cantidad de 425 mil dólares. “… Y eso ya lo debíamos, ja, ja, ja”, comenta Lara, con el sentido del humor que el drama del Bloom permite.

Con un presupuesto tan precario, el Bloom busca abastecer las áreas de consulta más comunes. Esto hace que los 25 mil dólares que cuesta un trasplante sea un punto secundario en las prioridades del Bloom. Aunque los efectos negativos de la insuficiencia renal no solo impacten directamente en la vida de Carolina, sino en la de sus padres y en las de sus hermanas.

Con un presupuesto tan precario, aun los medicamentos de las especialidades como hematología, oncología, endocrinología, siquiatría, neurología y nefrología son sacrificables. “Nefrología es de las especialidades que más nos consume presupuesto. Esa y otras especialidades nos cubren el 20% del presupuesto. El problema muchas veces es que va aumentando el precio de esos medicamentos, entonces el Ministerio reduce la cantidad que nos da. Pero hay problemas en todo”, explica Lara.

Según el jefe de la Unidad de Nefrología, Carlos Henríquez, los recursos disponibles para especialidades del Bloom se han venido quedando atrás de las necesidades. “El crecimiento del presupuesto de este hospital no ha venido acorde a la demanda de estos programas que son de alto consumo. Sin embargo, hemos dado el servicio a todos los niños”, asegura. “No niego que en algún momento nos quedamos sin insumos. Es ese intermedio en el que se cotizan, se valúan y se compran. Entonces sí nos quedamos un día sin nada y los papás tienen que absorber esa situación, pero no es el costo total de la diálisis”.

La unidad de Nefrología del Bloom atiende, además de los 25 pacientes con falla renal definitiva, a 14 niños en diálisis hospitalaria, 24 niños en diálisis ambulatoria y 17 niños trasplantados. Estos pacientes renales representan un gasto de mil 800 dólares anuales por cabeza para la institución. Esto, cuando no hay ninguna complicación en el tratamiento. Sin embargo, la intensidad del tratamiento a menudo trastorna la presión arterial de algunos niños, obligándolos a estar ingresados un mínimo de dos veces por año. Cuando se trata de un paciente ingresado, el gasto en medicamentos, alojamiento y alimentación aumenta en el Bloom hasta 800 dólares diarios por cabeza.

* * *

–¿Qué es esto? –pregunta Miguel, con desconcierto, cuando abre la bolsa de un combo de hamburguesa. Lleva una semana hospitalizado en la Unidad de Nefrología del Bloom por una infección en el catéter que lo conecta a la máquina de hemodiálisis.

–Es una hamburguesa. ¿No las conocías?

– No… –responde, para quedarse en silencio mientras sigue sacando cosas de la bolsa, como quien abre un regalo.

–Son ricas… –le digo, mientras intento quitarme de la cabeza la turbación que me produjo su pregunta. ¿Quién nunca en su vida ha tenido siquiera acceso a ver una hamburguesa?

Cuando Lorena habla de “casos peores” quizás se refiere a algunos como el de Miguel Perdomo. Más de la mitad de su vida la ha pasado conectándose a la máquina chupasangre. A sus 14 años de edad, lleva 10 en hemodiálisis. Miguelito, como le dicen las enfermeras y los médicos, es un moreno de ojos redondos y mirada profunda, de labios morados y camanances pronunciados. Como la mayoría de niños con insuficiencia renal, vive atrapado en un cuerpo de un niño de la mitad de su edad.

Guadalupe Perdomo, el papá de Miguelito, dice que su hijo es de la “primera generación” de niños con insuficiencia renal que llegaron a recibir tratamiento en el Bloom y es además el único de su época que sigue con vida.

Miguelito, el tercer hijo de los cuatro que procrearon Guadalupe y Ana Rut, un fontanero y un ama de casa que hicieron su hogar en Alegría, Usulután. Su hijo conoció el Bloom a los cuatro años de edad. Dos años atrás había sido tratado por un pediatra privado en San Miguel, por falta de crecimiento y desarrollo de sus extremidades. Después de un tiempo de someterse a un tratamiento con hormonas que nunca dio resultados, los padres de Miguelito ya no tenían dinero para continuar un tratamiento privado así que decidieron llevarlo al Bloom. En ese momento, el niño ya tenía otros síntomas de insuficiencia renal, además de la falta de crecimiento y sus problemas para caminar: Miguelito había comenzado a hincharse y a tener problemas respiratorios. Eso se debía al deterioro de la función renal y a un alto nivel de azúcar y agua en su sangre.

Una vez diagnosticada la enfermedad en 2002, la familia Perdomo comenzó la travesía de un paciente renal que mantendría vivo a Miguelito. Y la familia Perdomo, que para entonces era una familia pobre con tres hijos, sería aún más pobre. Lo suficiente para que en sus 14 años de vida Miguelito nunca hubiese tenido a la vista una hamburguesa.

El tratamiento inició como en todos los pacientes renales con una cirugía en la que a Miguelito le abrieron un pequeño agujero al lado derecho del ombligo. Este es el procedimiento por el que pasan todos los pacientes renales. Por ese agujero, lo médicos introdujeron un tubo plástico que llegaba hasta el peritoneo, que es la membrana que contiene todos los órganos vitales como el estómago, los pulmones, el hígado y otros. Ya con el tubo instalado en su abdomen, Miguelito comenzó el tratamiento de diálisis. Tres veces por semana una máquina introducía un líquido dializador a través de una sonda. Ese líquido entraba en contacto con la sangre del cuerpo de Miguelito, mientras reposaba en la base del peritoneo. Un par de minutos después, la máquina succionaba hacia afuera el líquido que ya había absorbido las toxinas y administraba los niveles de agua y minerales en la sangre.

Tres veces por semana, Ana Rut dejaba su casa en Alegría, Usulután, para viajar en los buses departamental con Miguelito en brazos hasta el Bloom. A medida que pasó el tiempo, los problemas de crecimiento en sus extremidades impidieron que Miguelito caminara y el trabajo fue aún más pesado. Con el tiempo, además, los Perdomo fueron incapaces de cubrir los 20 dólares que gastaban en pasajes de autobús y alimentos cada vez que venían a San Salvador. Con las finanzas familiares quebradas, el hospital propuso un tratamiento de diálisis ambulatoria que consiste en realizar el mismo procedimiento de forma manual en la casa del paciente. De esta manera, el niño vendría al Bloom una vez por semana.

Lo que en un inicio pareció un alivio para los Perdomo se convirtió más tarde en un problema severo. La falta de cuidado y limpieza en el tratamiento del niño hicieron que el tubo en el abdomen del niño se infectara, ocasionando una peritonitis. El resultado del descuido fue una hospitalización de casi un mes. Las infecciones peritoneales son consideradas parte del tratamiento de insuficiencia renal, sin embargo, si los cuidados en el paciente son rigurosos, un catéter puede durar al menos un par de años.

Cuando se infecta el catéter peritoneal, los pacientes con insuficiencia renal son trasladados a hemodiálisis, que es un proceso que cumple las mismas funciones de la diálisis pero se hace directamente en la sangre. Este tratamiento es aún más agresivo, ya que cuando se purifica la sangre, es imposible evitar que los nutrientes sean removidos junto con las toxinas y el agua. Por ello, después de someterse al proceso, a los pacientes se les realizan exámenes para ver si es necesario aumentar o reducir las cantidades de calcio, sodio y potasio de su organismo. Los catéteres de hemodiálisis requieren de un cuidado aún más riguroso ya que están conectados al torrente sanguíneo del paciente, una infección que llegara hasta la sangre podría ser letal.

Los años de tratamiento de Miguelito han dejado huella en su cuerpo y en su vida. Sus padres se separaron y desde enero de este año es Guadalupe, de 36 años, quien se hace cargo de su hijo. Ana Rut se marchó. Miguelito tiene en el pecho tres cicatrices, tiene otras cinco en los brazos y en las piernas, y todas son huellas de un tratamiento médico extremo del que solo se podría liberar si el Bloom tuviera presupuesto para hacerle un trasplante renal.

Pero el Bloom no puede disponer de 25 mil dólares para eso. Si tuviera que operar a los 25 niños en lista de espera, requeriría invertir un poco más de 600 mil dólares, que es una cantidad similar a la que la Asamblea Legislativa tiene presupuestada (600 mil dólares) en 2012 para pago de viáticos a los diputados que viajan al exterior. Solo en los primeros 10 meses de 2011 -el año cuando el Bloom puso pausa a los trasplantes- los diputados se llevaron al bolsillo 567 mil dólares en concepto de viáticos.

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Las huellas de los niños que se someten al tratamiento de diálisis y hemodiálisis no solo son físicas, sino también emocionales.

A Leo le gusta ver los brazos de los que lo visitan en la Unidad de Nefrología del Bloom.

–Enseñe –me dice en una de mis visitas al Bloom.

Antes de poder reaccionar mis manos ya están extendidas enfrente de Leo, tomadas por él. Sentado a la orilla de su cuna, Leo se toma unos segundos para observar mis brazos extendidos y luego los gira y busca minuciosamente. Vuelve sus ojos hacia mí y me pregunta:

–¿A usted nunca la han pinchado?

–Sí, sí me han pinchado un par de veces.

–Pero no tantas como a mí, porque usted no tiene los brazos como yo -diagnostica.

Hago una pausa, lo suficientemente larga como para buscar cambiar de tema, mientras veo de reojo las marcas que Leo tiene en sus brazos. Pienso que es un experto en el tema, porque podrían ser miles las marcas de pinchazos. Las marcas también las lleva en la sonrisa: los dientes manchados reflejan las irregularidades en sus niveles de calcio, al igual que el crecimiento estancado de su cuerpo.

Leonardo Pacheco es un niño analfabeto de 11 años de edad a quien le gusta vivir en el Bloom. Ahí los médicos y las enfermeras se han convertido en su familia. Todos le hacen olvidar un poco a su verdadera familia, a su familia biológica.

El tratamiento de Leo inició en 2009, y este año el Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia (ISNA) decidió que su madre no le daba el tratamiento adecuado para su enfermedad. Ruth, la madre de Leo, es una joven de escasos recursos a la que el ISNA le indica cuándo puede visitar a su hijo, a veces en el hospital y a veces en el orfanato Jardín de Amor, en Zacatecoluca, La Paz.

Leo se enfrenta a un tratamiento agresivo solo. El único refugio de este niño es pasar la mayor parte de su tiempo en el hospital, donde hay enfermeras y médicos que llevan años atendiéndolo y que por hoy son su única familia. Cualquier excusa es buena para ser internado en la Unidad de Nefrología. Un dolor de huesos o una temperatura bastan para que Leo pida a las monjas del orfanato que lo lleven al que considera su hogar.

En casos como el de Leo, donde no hay un padre de familia que se preocupe por conseguir un donante de riñón, porque el niño reciba el tratamiento completo y por hacer presión en el mismo hospital para que le realicen la cirugía de trasplante, el panorama es aún más incierto.

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Existen al menos cuatro cosas que le garantizan a un paciente de insuficiencia renal escribir un nombre en la lista de espera de trasplantes del Bloom: Tener un donante de riñón, haber cumplido a cabalidad el tratamiento de diálisis o hemodiálisis, tener actualizados los exámenes de compatibilidad y demás; y cumplir con las medidas de salubridad en el hogar del paciente que recibirá el trasplante.

A primera vista, los requisitos parecen fáciles de cumplir. Pero cuando se trata de un trasplante de riñón en el Bloom estas cosas involucran un gasto familiar alto. Para algunos pacientes renales el reto comienza desde que se les explica que necesitan un donante.

Cuando Patricia Hernández cumplió los 15 años de edad en 2009, ya tenía cinco de haber comenzado con la diálisis. Pero entonces su sueño de recibir un trasplante de riñón se esfumó. Patricia es una niña de pestañas largas y curvas, ojos saltones y labios gruesos. Aunque vive en el cuerpo de una niña de 10 años, Patricia no esconde su coquetería. Le encantan las botas hasta las rodillas y las minifaldas. Todo lo que lleve el color rosa es algo que Patricia podría usar.

En 2009 el médico le comentó que su vida podía cambiar si recibía un trasplante renal. El entusiasmo fue casi inmediato, pues esa era quizás la mejor noticia que aquella niña había recibido en su corta vida. La primera candidata a donante de riñón fue María, la madre de Patricia, quien después de unos análisis de sangre comprobó que médicamente era compatible para regalarle el órgano a su hija. Todo parecía marchar bien hasta que...

La vida de los Hernández bien podría ser para una novela trágica, de esas que le gusta leer a Patricia, en las que cuando uno piensa que las cosas no pueden estar peor, ocurre algo aún más devastador. La tragedia de esta familia oriunda de Acajutla, Sonsonate, comenzó en 2002, cuando falleció Andrés, el papá. El hombre murió en un accidente en su trabajo como electricista. Desde ese momento, la cabeza del hogar fue María, que tenía el reto de educar a tres hijos: Carmen, en ese entonces de 11 años de edad; César de 10, y Patricia, de 7.

Dos años después del accidente en el que falleció Andrés, cuando María y sus hijos comenzaban a recuperarse de su pérdida, la vida volvió a sorprenderlos. Patricia comenzó a tener problemas de malformación en su columna y rodillas. El médico que la trataba diagnosticó artritis juvenil, pero la intuición de María le decía que algo más andaba mal, por lo que decidió llevar a la niña a pasar consulta en el Bloom. Los exámenes a los que se sometió Patricia comprobaron que María tenía razón: Patricia sufría insuficiencia renal.

De inmediato Patricia abandonó el cuarto grado en la escuela y comenzó el doloroso proceso de diálisis. En 2009, Carmen, la hermana mayor de Patricia, que ya había sido diagnosticada con problemas en la tiroides (esa glándula que todos los seres humanos llevamos en el cuello y que se encarga de regular nuestro peso y crecimiento), recibió otra mala noticia: padecía insuficiencia renal. A sus 19 años, Carmen abandonó el tercer año de la carrera de Licenciatura en Parvularia en la Universidad Modular Abierta, de Sonsonate, y se dedicó a acudir dos veces por semana al Hospital San Juan de Dios, en Santa Ana, a recibir el mismo tratamiento que Patricia recibía en el Bloom. Con el paso del tiempo el cuerpo de Carmen se puso débil. Entonces fue necesario que alguien la acompañara a recibir sus diálisis.

Las cosas no podían estar peor, pero empeoraron. Los Hernández comenzaron a llevar una vida complicada. Dos veces por semana María salía a las 3 de la mañana de su casa acompañada por sus cuatro hijos. La idea era que tanto Carmen como Patricia recibieran su tratamiento. Después de caminar media hora por la calle de piedra que va desde su casa hasta la calle principal, María y sus hijos tomaban el bus que los llevaba a Sonsonate. Allí se separaban. César llevaba a Carmen hasta el San Juan de Dios, en Santa Ana, y María se iba con Patricia hacia el Bloom, en San Salvador. Cuando César no podía saltarse la escuela para llevar a su hermana al tratamiento, María dejaba a ambas niñas en los hospitales donde les hacían el tratamiento y regresaba al día siguiente a recogerlas.

La vida de una viuda pobre con dos hijas que sufren de insuficiencia renal no es vida. Por más de un año esa fue la rutina de los Hernández. Se llegó 2010 y María había conseguido que Carmen recibiera su tratamiento en el Hospital Rosales, en San Salvador, y eso aliviaba un poco las cosas. Pero en los primeros meses del año, César enfermó. Pronto fue diagnosticado con la misma enfermedad de sus hermanas. En medio de tanto dolor, el alivio de esta familia fue que en el caso de César la enfermedad comenzaba, por lo que un tratamiento con vitaminas y otros medicamentos bastó para que el muchacho se salvara de ser atado a una máquina de diálisis.

¿Cuánto ingresos mensuales se necesitan para correr con los gastos de tres enfermos renales? María es incapaz de hacer la cuenta. Lo que sí sabe es que la pensión de Andrés no alcanzó y que el gasto en pasajes y medicamentos consumió pronto todos los ingresos. Fue entonces cuando la familia tuvo que separarse para poder sobrevivir: César se marchó a Honduras a trabajar con un pariente para poder ayudar a su familia.

A María el trato cruel de la vida, de la pobreza, se le nota en el rostro. La piel pálida y arrugada, el cabello canoso, los ojos caídos, los huecos en su dentadura y unos pocos dientes que le quedan que lucen ya negros producto del descuido de sí misma por insuflar vida a sus hijos. Y ahora María tiene otro problema: por hoy se niega a dar uno de sus riñones.

–Yo no puedo ser donante porque no quiero que una diga que la quiero más que a la otra –explica María, en una argumentación que podría parecer absurda a cualquiera que no esté en sus zapatos-. Paty quería el trasplante pero yo no tenía para estar gastando tanto en exámenes. Ella decía que yo no la quería porque no la quería trasplantar. Voy a ir a robar un banco, le dije una vez...

La voz se le va a María y las lágrimas le empapan los ojos.

Aunque para María el tema está cerrado, el sueño de Patricia sigue siendo el mismo. “Un sueño hecho realidad para mí sería que Dios haga un milagro y que me cure”.

Hasta hoy, Patricia aún no encuentra un donante de riñón que sea compatible con ella.

El segundo gran problema de los pacientes renales que quieren entrar en la lista de trasplante es el gasto en exámenes. El orden en la lista está dado a partir de los pacientes que tienen completos y actualizados todos los exámenes que anticipan una operación de este nivel.

Existen al menos cinco pruebas médicas que deben hacerse tanto el paciente como el donante y sus resultados son fundamentales para que un médico tome la decisión de llevar a cabo la cirugía. Los candidatos al quirófano deben rendir examen de compatibilidad, un examen físico general, radiografías, ecocardiograma, electrocardiograma y pruebas varias de sangre. Estas últimas sirven para revisar si el paciente o el donante tienen indicios de virus como los del VIH, hepatitis B, hepatitis C y citomegalovirus.

En teoría, el hospital Bloom, por ser un hospital de tercer nivel, debería contar con los reactivos necesarios para que los pacientes se realicen los exámenes. Si por algún motivo la institución no puede cubrir estos gastos, existe un convenio con el Instituto Salvadoreño del Seguro Social para que por medio de esta institución los pacientes y sus donantes puedan realizarse las pruebas. Pero la realidad es otra.

Una vez que ambos hospitales han dicho que no pueden realizar los exámenes, son los padres los que deben buscar otras opciones para realizar las pruebas que tienen un año de vigencia. Ese año les garantiza a los padres que sus hijos se mantendrán entre los primeros nombres de la lista. En el mercado de los laboratorios estos exámenes representan una inversión de no menos de 500 dólares por cada pareja de paciente y donante. Es decir, una cantidad similar al ingreso mensual de la familia Sandoval.

Y las familias hacen el gasto, con la esperanza de que sus hijos obtengan la oportunidad de llevar una mejor vida. Pero por responsabilidad exclusivamente atribuible al hospital que debería brindar estos servicios de manera gratuita, algunos pacientes han tenido que repetir inútilmente los exámenes hasta tres veces. El problema surge cuando el hospital pide que se preparen al menos tres pacientes para cirugía de trasplante, y todo está listo menos el hospital, que con sus déficit presupuestarios es incapaz de responder y va posponiendo los trasplantes de manera indefinida.

“Muchos papás se van quedando en la cola porque cuando les dicen que se tomen los exámenes ellos dicen que no tienen dinero”, explica Gladys Aquino, trabajadora social de la Unidad de Nefrología del Bloom. Cuando se le cuestiona el vencimiento de los exámenes que en muchos casos pagan los mismos padres de familia, la empleada explica cómo el hospital, a pesar de estar consciente de la situación, no toma cartas en el asunto. “Eso es cierto, así ha estado pasando hasta hoy. Bueno, si el paciente está listo se le dan seis meses de vigencia. Pero si el equipo le dice que no van a trasplantar porque el Ministerio no tiene insumos, bueno, ni modo. Si se pasan los seis meses porque no se trasplantó, bueno, ni modo. Y si luego le dicen al papá que van a reiniciar el estudio, ¿pues qué les toca hacer? Volver a sacar los exámenes. ¿Qué más van a hacer?”

Los Sandoval son una de las familias que han perdido la vigencia de los exámenes de donante en dos ocasiones. En agosto de 2008, cuatro años después de que Carolina fuera diagnosticada con insuficiencia renal, los Sandoval tuvieron la primera oportunidad de buscar un donante para Carolina. En ese momento, ya sabían que para ser donante era necesario tener una persona mayor de edad con un buen estado de salud. Los requisitos ya habían descartado a Ricardo, que tenía problemas cardíacos; a Lorena, que padecía de hipertensión arterial, y a Claudia, porque aún no cumplía los 18 años de edad. La única opción era Sofía, la primogénita de la familia.

Con mucho esfuerzo, los Sandoval lograron que Sofía se hiciera en un hospital privado los exámenes que el Bloom y el ISSS no podían hacer en ese momento. Parte del dinero salió del préstamo que Ricardo había hecho en su trabajo. Una vez supieron los resultados, Sofía se convirtió en la candidata ideal. La felicidad fue momentánea. Un año más tarde el trasplante de Carolina aún no llegaba y los exámenes se perdieron.

Cuatro meses después de la primera pérdida del paquete de exámenes, los Sandoval hicieron un nuevo esfuerzo. En diciembre de 2010, Sofía y Carolina repitieron los exámenes. “Ese año los exámenes los hicimos con el aguinaldo, no nos pudimos comprar pero ni un par de chancletas”, recuerda Lorena. En enero de este año, Carolina tenía al día sus exámenes. Sin embargo, el tiempo avanzó y una vez más los exámenes se perdieron.

En la práctica, Aquino sabe quién encabeza la lista. “El que lleva el primer lugar es el que tiene todos los exámenes al día y si se le venció, pues el que lo repita primero y tenga todo al día ese va”, dice.

* * *

Héctor Lara, subdirector del Bloom, contesta sin pelos en la lengua cuando se le pregunta por el programa de trasplantes renales del hospital. “Queramos o no queramos, sea agradable o no sea agradable, hay que aceptar que en el Bloom no hay un programa de trasplante”.

Atrás quedaron los titulares de los medios de comunicación en 2000, que celebraron el inicio de un programa de trasplantes renales en el hospital pediátrico nacional. “Pionero programa de trasplante renal en niños inicia en el país”, tituló El Diario de Hoy el 4 de septiembre de 2000. En ese momento los médicos de la Unidad de Nefrología de Bloom iniciaron un proceso de aprendizaje con médicos estadounidenses. El proyecto fue auspiciado por la organización internacional Cross Connection. A partir de esa fecha, sería trabajo del Bloom capacitar a más médicos en el área de trasplantes y establecer un programa formal que financiara directamente el Ministerio de Salud a fin de que anualmente se realizaran este tipo de cirugías. Pero la realidad fue otra.

11 años pasaron desde entonces hasta que el programa que había ocupado las portadas de los periódicos quedó en el olvido. “Nosotros los hacíamos, porque teníamos que hacerlos. Este es un hospital de tercer nivel y debemos de tener eso”, dice Lara, con franqueza.

Pero no tienen lo que deberían tener. En septiembre del año pasado, el Bloom puso un alto a las cirugías de trasplante renal. Al menos esta es la versión de los padres de familia. En palabras de Lara, el alto a los trasplantes se debió a que para ese año solo se habían presupuestado cuatro, que fue la cuota que se cubrió. Lo cierto es que desde hace un año, la lista de pacientes en espera de trasplante no avanzó y en los nueve meses que van de 2012 el hospital no ha realizado trasplantes. “El año pasado se hicieron los cuatro que estaban preparados, no es que no hubiera enfermos, es solo que esos ya estaban programados”, explica Lara.

Añade que una de las razones más importantes para que este año aún no se haya realizado las cirugías es el problema de horarios de los médicos que participan en un trasplante. Dado que no existe un programa de trasplantes, tampoco existe un equipo de cirujanos vasculares, urólogos, nefrólogos, anestesiólogos y personal de enfermería que se dedique específicamente a esta área. “Aquí se formó un grupo que los hace de buena voluntad. Pero ellos son médicos que trabajan por hora y no tuvieron nombramiento para esa área en específico”, dijo. Es decir, el presupuesto no cubre sus honorarios para este año.

Cuando los médicos hablan sobre el costo de una cirugía de trasplante renal, se refieren no solo al costo que implica ocupar un quirófano y realizar la operación. En el caso de trasplante de órganos el gasto más importante se produce durante la recuperación. Cuando el cuerpo recibe un nuevo órgano, el sistema inmunológico tiende a rechazar el órgano extraño, por lo que los pacientes trasplantados necesitan medicarse con inmunosupresores. Estos medicamentos son los únicos que pueden hacer que el cuerpo humano acepte el nuevo órgano.

Un paciente trasplantado necesita más de 10 tipos de medicamentos de este tipo. Uno de los más importantes es el Simulex, un inmunosupresor que implica un gasto de 3 mil dólares por paciente.

“Hasta muy buenos resultados habíamos tenido para las condiciones en las que estábamos trasplantando. Nos empalagamos con el éxito de las operaciones de trasplante y no calculamos otras cosas que nos iban a pasar factura”, dice Henríquez, el jefe de Nefrología, cuando habla sobre las condiciones precarias de presupuesto en las que se han llevado a cabo los trasplantes.

Después de que el Bloom realizara 33 operaciones de trasplante de riñón, las autoridades del hospital ya hablan de un nuevo inicio. Para Lara, este sería la formulación de un verdadero programa de trasplantes renales concreto, institucionalizado y respaldado financieramente por el mismo Ministerio.

Este nuevo comienzo es quizá el resultado de la lucha de las familias de los niños que esperan un trasplante renal. El subdirector Lara y la trabajadora social Aquino coinciden en que las maniobras de dos de las familias de los pacientes han forzado al hospital a retomar el proceso. Por hoy, en la lista figuran tres nombres como prioritarios para ir al quirófano: Jorge Zelada, en posición uno; Carolina Sandoval, en la dos, y Samantha Arana, en la tres.

Jorge Zelada es un paciente de diálisis ambulatoria que en marzo del próximo año cumplirá 19 años de edad, por lo que el tiempo no es su mejor aliado. Una vez que se es mayor de edad, el paciente debe pasar a ser atendido en un hospital nacional de adultos. En el caso de Jorge, eso supondría tener que empezar de cero su proceso. Jorge que nació en el caserío Santa Rosa, en Santiago Texacuangos, y llegó al Bloom en junio de 2010. Blanca Zelada, su madre, trabaja en servicios domésticos. Fueron los buenos contactos de los jefes de Blanca los que al parecer favorecen la posibilidad de que su hijo sea el primero en llegar al quirófano. “Hubo una mamá que fue hasta casa presidencial y desde ahí nos llamaron para preguntarnos qué pasaba”, contó Lara, sin dar más detalles, pero refiriéndose a Zelada.

Samantha Arana es una paciente de hemodiálisis de 17 años de edad, oriunda de Chalchuapa, Santa Ana. Es hija de Álvaro Ernesto Arana, uno de los asesores jurídicos de la bancada de Arena en la Asamblea Legislativa. Hasta hace tres años, Samantha recibía su tratamiento de hemodiálisis en la clínica privada del doctor Henríquez, el jefe de Nefrología. En 2009, la niña comenzó a realizarse dos de sus tres sesiones de hemodiálisis en el Bloom.

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Durante la última semana de septiembre de este año, el Bloom comenzó por tercera ocasión a renovar los exámenes a Carolina. Esta vez, la misma Carolina ve con escepticismo el proceso.

-Yo he sentido que esto ha sido eterno. Solo estoy rogándole a Dios que este no sea solo otro alegrón.

De acuerdo con el subdirector Lara, por el momento, el hospital solo cuenta con la capacidad para realizar uno de los tres trasplantes renales programados. “Estamos en un período de reorganización para lograr trasplantar. Esperamos al menos uno lograr trasplantar este año”, dice.

Durante una entrevista con El Faro, Lara hizo hincapié en que el Ministerio de Salud conoce la parálisis en los trasplantes renales. ”La señora ministra (María Isabel Rodríguez) está enterada de cómo está la situación. Nosotros estamos tratando de reorganizar el grupo, con la idea de formar un verdadero programa de trasplante con un documento que nos genere un compromiso de un verdadero programa con apoyo ministerial para el Hospital Bloom”, explicó. Y añadió su visión del problema: “El Ministerio está claro sobre las necesidades que nosotros tenemos. Pero cuando su hijo le dice tengo hambre y no hay, ¿qué se hace? Aquí lo que sucede es que no hay”.

Una semana más tarde El Faro abordó a la ministra Rodríguez y esta dijo no estar enterada de la situación. Se refirió a las demandas presupuestarias que los directores de hospitales presentaron al ministro de Hacienda en septiembre, y esos requerimientos sobrepasaban la disponibilidad de recursos, por lo que se acordó cubrir la áreas más urgentes. ”Yo no sé si los trasplantes no fueron cubiertos por eso. Yo no he recibido información del director del Hospital Bloom. Ellos no me han hecho llegar ningún dato. Y si no los hacen llegar, no vamos a resolver nunca el problema”, dijo la ministra. Carolina confía en que no esté viviendo solo otro alegrón.

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