El Ágora /

Los locos de la cultura

Coleccionar y apuntar -atesorar- sus frases más célebres, sus escenas épicas, sus personalidades rutilantes no me hacen más sana. O menos. Durante años he observado a personajes anónimos de la cultura nacional: grandes escritores inéditos, arciprestes, coleccionistas, críticos, intelectuales, talleristas literarios, fundadores de la historia moderna del arte nacional. Obsesivos. Recurrentes. Locos.

Viernes, 28 de septiembre de 2012
Elena Salamanca

La gran novela

2008—2012

 

Hay un hombre que ha escrito la mejor novela del mundo.

Hay un hombre que ha escrito las mejores novelas de la literatura universal:

 

— Yo tengo una novela que es mejor que Cien años de soledad.

— Yo tengo una novela que es mejor que el Código Da Vinci.

— Yo tengo una novela que es mejor que las de Isabel Allende.


Una novela solo comparable al Quijote.

Una novela solo comparable a la Divina Comedia.

Y así. Depende del día.

 

El novelista se llama Arístides. Tiene unos 70 años, es bajito, canoso, con entradas, narizón, usa boina y se viste por lo general de amarillo. Asiste a todos los “Desayunando con...” del Centro Cultural de España. Los Desayunando con… son actividades en las que personajes de la cultura nacional elegidos por el Centro Cultural de España conversan con invitados –familiares, amigos, auténticos fans— que asisten a conocerlos, a compartir. O simplemente a comer.

Don Aris, como le dicen, está siempre en la mesa servida –frijoles, plátanos, crema, queso, huevos, chorizos, jamón, fruta, cereal, yogurt, leche, café, depende del invitado. Interrumpe, se auto aplaude, habla de su novela. La gran novela inédita de la literatura salvadoreña. La gran novela de la literatura universal. La gran novela. Su novela. Y depende a quién se lo diga es comparable su envergadura: alguna vez se lo dijo a Irma Lanzas, otra vez lo dijo en el Museo de Arte, y a otros invitados.

Don Aris se hace acompañar de un séquito de amigos que aplauden sus intervenciones, como cuando en un Desayunando con… la escritora Jacinta Escudos, en 2010, dijo:

— Yo quiero saber si usted escribe soneto porque un escritor que no conoce la métrica es como un carpintero que no sabe usar martillo y clavos.

Aplausos.

Ovaciones.

Don Arístides se levanta. Sus amigos lo ovacionan. Jacinta Escudos pretende contestar, no la escuchan, don Arístides se pasea entre sus acompañantes, estrecha manos, se dan palmadas en el hombro. Jacinta Escudos esgrime su postura ante la métrica y las técnicas de escritura, don Arístides no oye lo que preguntó. Se va.

 

***

Hay lugares adonde se encuentran los locos de la cultura, los enfermos del arte. Una exposición en la Alianza francesa. Un desayunando con... del Centro Cultural de España. Una noche de brindis del Centro Español. Una inauguración en la Sala Nacional de Exposiciones. El Bella Nápoles, el CENAR, la Universidad de El Salvador, la calle, las plazas, San Salvador. París…

***


París

2010


— Conocí a nuestra pintora en París, en la calle tal, el día tal, del año tal.

La crítica de arte y la pintora se encontraron 30 años después lejos de París. En la Sala Nacional de Exposiciones. En el Parque Cusctalán. En el centro. En San Salvador. No había Sena ni Torre Eiffel. Había noche y un olor a orines desde el Hospital Rosales hasta el parque. Había un brindis sin champaña, un brindis de vino de cajita –del que venden en el supermercado— en vasos transparentes desechables.

— La conocí en París –repite la crítica de arte.

La pintora sonríe. Está rodeada de todos esos salvadoreños que en los 70 y 80 vivieron en París. Se fueron, como muchos, en tiempos de revolución, por la revolución. Eran artistas comprometidos, desde allá gestionaron ayuda humanitaria, crearon en el exilio, sobrevivieron. Volvieron. Todos pasan los 40 años, casi llegan a los 50, casi pasan los 60. Asisten con entusiasmo a la inauguración, sonríen como sonríen las gentes felices en las películas ansiadas de París. Y recuerdan todas esas calles, esas comidas, esos edificios, esas avenidas, en francés.

San Salvador se está poniendo más oscuro. Es de noche y es el centro histórico. San Salvador es un agujero negro. Traga. Traga recuerdos en francés, postales de París, dolores del exilio.

Traga también grandes nombre de la historia del arte, nombres de las personas, de los amigos que se quedaron, de los amigos olvidados. Nombres.

San Salvador no tiene más nombre que San Salvador. No es la ciudad de la luz. Tampoco la ciudad eterna. Ni siquiera es la capital del mundo y sucursal del cielo. Es San Salvador.

San Salvador es San Salvador.

Adonde se regresa siempre. Adonde nunca se termina de salir. Una ciudad que es una llaga. Una llaga en el mapa geoimaginario de la nación, una llaga en la mente de los que se van.

Ahí, enllagados y nostálgicos, están los salvadoreños de París.

Emocionados.

Brindantes.

Sonrientes.

Hijos de una época, padres de la izquierda. Soñadores, estrategas. Conocen la guerra como se conoce la fiesta.

La inauguración se va haciendo larga y en la presentación no hay pintura. Hay pinturas ahí, colgadas, pinturas impresionantes, de una de las artistas más vibrantes y relevantes de la plástica nacional. Pero no hay pintura ahí. Hay una historia y un dolor. Una gangrena. Una guerra. Una paz. Una desilusión. Unas elecciones que acaba de ganar por primera vez la izquierda. Una transición política, esperada.

La mayoría de los invitados fue parte del primer gabinete de la secretaría de cultura del primer gobierno de izquierda, que a la fecha lleva ya tres cambios a de dirección. Del gobierno del cambio. La mayoría tiene más de 30 años dedicada la cultura. La mayoría estuvo en el exilio México—París. La mayoría volvió con esperanza. La mayoría creyó en el cambio. La mayoría estuvo unos meses en la secretaría de cultura y renunció cuando, en febrero de ese año, el presidente destituyó, por pérdida de confianza, a la secretaria de cultura. En pleno y en conferencia de prensa, renunciaron a sus cargos. Su aparición más pública desde entonces es esta inauguración de pintura.

Media hora después todos están afuera de la sala. Hay calor y vino en vasos desechables transparentes. Hay boquitas, canapés. Meseros que se detienen acorralados por grupos que los interceptan, los emboscan, meten las manos, y vacían las bandejas de falsa plata, bandejas de aluminio.

Entre invitados y colados –esos que guardan las boquitas en servilletas y se las llevan a su casa— hay una sensación de vaivén.

Hay también unas miradas achinadas, alargadas, inflamadas.

Hay también miradas ensoñadas y rojas.

Miradas espejeantes. Vidreantes. Como a punto de romperse. Como a punto de llorar.

 

 

El arcipreste de Cristiani

Desayunando con... Elena Salamanca. Centro Cultural de España. 

2009.


—Yo tengo un códice maya.

Susurra un hombre canoso de cabello y barba, bigote hirsuto. Moreno, rostro brillante, de adolescente tuvo mucho acné, cráteres maduros en las mejillas se ensanchan cuando sonríe.

— Usted sabe leer documentos antiguos, ¿verdad?—me dice, se me acerca.

— ...

— Tengo un códice maya en mi casa. Nunca nadie lo ha visto. Ni los museos de Nueva York.

— ¿De verdad?

— Sí. Es un códice maya muy importante. Me gustaría que fuera a mi casa a verlo.

— ¿Y usted adónde vive?

— En la Escalón. Yo tengo una casa en la Escalón.

— ¿Y dónde encontró el códice?

— Es mío.

El hombre lleva un ataché café de falso cuero, mike mike de los 80, huele a papeles guardados, a naftalina. Ha desayunado y ha escuchado en silencio hasta que se acerca. El hombre sigue hablando de su códice maya y se pasa, de pronto, a temas más actuales, más tecnológicos:

— Tengo una computadora en mi casa y recibo las noticias de todos los periódicos del mundo.

— Qué bueno.

— ¿Usted ha estudiado computación?

— Pues no.

— ¿En la universidad donde da clases hay clases de computación?

— Seguramente, debería llamar.

El hombre habla más, pero yo no pongo atención. Tengo, sinceramente, miedo. Antes de irse me da la mano, y me invita a no olvidar su códice maya en su casa de la colonia de Escalón adonde tiene una computadora con las noticias de todos los periódicos del mundo. Me pregunta de nuevo mi nombre, se lo digo. Y le pregunto:

— ¿Cómo se llama usted?

— Emilio Petrorini Casiraghi, arcipreste de Cristiani…

 

***

Otro día, un año después, en 2010, veré al Arcipreste de Cristiani en la Sala Nacional de Exposiciones.

Se acercará a un amigo y le pedirá una cora 'para el bus'.

Otro día, años después, en 2012, volveré a verlo: caminando con su ataché café de falso cuero, en saco y corbata, por el parque de Antiguo Cuscatlán. Se parará frente a los murales naif de casitas y pájaros de la alcaldía de mayor plusvalía del país. Se quedará parado en medio el parque. Hablará solo. Un oficial del CAM lo tomará del brazo, le preguntará qué hace por ahí, lo sacará del parque.

***

 

Noche de gala en el Centro Español

2012

 

Una mujer con traje de gala: largo, negro, con encajes y transparencias. Una mujer salida de una fiesta de gala de los años 80: vestido negro, maxi, con transparencias, y hombreras recibe en el auditorio del Centro Español.

— Buenas tardes, venimos al reconocimiento de Ricardo Lindo.

— ¿Traes tarjeta de invitación, linda?

— No.

Algo pasa.

La mujer se respinga, mira su lista de honor, su ajuar y el mío y el de mi amigo: jeans. No hay brillantina ni lentejuelas ni cristales de Swarovski.

— Él nos invitó —insisto.

— ¿Son familia?

— Es mi padre.

La señora de fiesta de gala de los 80 vuelve a respinarse, adivina en mi cara algún gesto de don Ricardo, no lo encuentra, cede, me muestra los espacios y me deja pasar.

¡Estoy adentro!

Estoy en una gala de la cultura nacional.


***

Llegan, como en una alfombra roja, las figuras del arte nacional. La alfombra es en realidad color melocotón. Y entran:

— Roberto y Naara Salomón, director y actriz de teatro

— Pedro Escalante Arce, historiador y la figura más pública de la Academia Salvadoreña de la Historia

— El tenor Eliomín Zelaya y su esposa

— Elizabeth Trabanino, soprano y directora de Radio Clásica

— Germán Cáceres, director de la Orquesta Sinfónica Nacional

— Aziyadé de Ávila, poeta muy famosa en los 70 y 80

— Claudia Zeledón, actriz y artista visual


Todos.


O casi todos.

O los famosos.

O los oficiales.

O los recurrentes.

O los que los medios difunden.

O los confundidos.

O los conocidos.

O los amigos.

O los endógamos.

O los que tenían que ser.

O los que están.

Siguen llegando:

Carlos Mendoza, vocero de Cruz roja

La fundadora de Radio el mundo, Betty Suárez Tiague

Armando Solís, pintor

Elisa Archer, pintora

La bailarina Irina Flores, del Ballet de Alcira Alonso a quien luego aplaudirán los asistentes después de verla interpretar una escena de El Corsario.

Pintores jóvenes y poetas de la universidad de El Salvador

Un par de colados, como nosotros.

Antiguos embajadores, alguna gente de la política.

El fundador de Fiebre Amarilla, Carlos Perza.

Y Gloria.

Qué gloria: Gloria Salguero Gross.


***

Jaime Balserio, organizador del evento, va, silla por silla —sillas blancas con forro blanco y moño dorado— saludando a los invitados. Jaime Balseiro —de traje, no muy alto, pelo entrecano— es uno de los coleccionistas de arte más importantes del país. De los coleccionistas vivos. La Colección Nacional de Arte (de la Secretaría de Cultura) y la colección del Museo de Arte, MARTE, han recibido obra suya para su acervo, obra de artistas de peso como José Mejía Vides, Rosa Mena Valenzuela, Julia Díaz, Valero Lecha.

Tiene un entusiasmo particular por la cultura nacional y desde hace un par de años, organiza recitales poéticos, exposiciones de arte, y ha fundado una biblioteca en el centro Español.

En los años 80, el centro español era uno de los lugares mejor considerados de la clase media—clase media alta. Su uso era exclusivo de españoles o de descendientes de españoles –llegados a El Salvador en el siglo XIX, de lo contrario podríamos entrar todos— y al que se entraba solo con membresía. Como todo club social.

La noche de la premiación el centro Español es un escenario con foquitos blancos, navideños, cortinas transparentes color melocotón y artistas y colados que vienen y van por el auditorio y la terraza. Hay un bar con vino –de botella y de cajita— y meseros –también emboscados— con bandejas con canapés: miniquesadillas con queso filadelfia, volovanes, minipastelitos de carne, wan tan y tacos chinos muy fritos. Hay dos veinteañeros tocando jazz aplaudidos solo por un par de gentes –entre ellos nosotros los colados y otra amiga colada que en caso de emergencia será una sobrina de Ricardo Lindo— y hay mucha plática.

Hay señoras vestidas con trajes de gala, dorados, con flores, hombres de saco y corbata, jóvenes embutidas en vestidos cortos que se toman fotos junto a arreglos florales, una piscina azul por su fondo pintado y no por la luz de la luna.

Estamos cansados, nos duelen los pies de pasear y ver pinturas en remate. Al filo de las 10 de la noche, la gente comienza a irse. Han reído, comido y hablado mucho. Gloria Salguero Gross ya recibió un corsage que una familia admiradora le regaló en la noche de gala, don Carlitos López Mendoza ya fue el más aplaudido de la noche y Ricardo Lindo, mi padre, ya subió al escenario a recibir su reconocimiento.

Jaime Balseiro se despide con un apretón de manos de todos los invitados. Mi amigo y yo estamos sentados en el mismo sillón, y el anfitrión nos sonrié:

— Muchas gracias por venir. No hagan cosas malas esta noche.

Jijiji

Jajaja

Entonces se nos acerca una anfitriona, una mujer de los 70 años que hemos visto toda la noche saludar y acomodar invitados, presentar músicos, cerciorarse de que todo vaya en orden, presentar personas, sonreír y administrar con eficiencia y excelencia la logística de la noche.

— Lo he estado viendo toda la noche –dice a mi amigo.

— Y yo a usted –él la saluda con su mano.

— Usted es artista, lo sé.

— Sí –dice él—, soy artista. ¿Cómo se llama usted?

— Gladys, ¿y usted?

— Javier.

— Venga la otra semana, Javier. Los artistas tienen que estar unidos.



La matriarca

 

Una lágrima. Una lágrima por tu amor, una lágrima lloraré. Una lágrima y un recuerdo. Madrecita querida, pedacito de cielo. Perdóname, madre. Una lágrima matriarcal. Cultural. Una lágrima de la Secretaria de Cultura, Magdalena Granadino.

El segundo día del caótico Foro de Cultura y Desarrollo 2012, realizado en el Teatro Presidente, fue inaugurado con una ceremonia en náhuat a cargo de la guía espiritual Guadalupe Estrada. De pie, los asistentes respetaron –como nunca se hace— a la cultura ancestral. Al terminar su oración en náhuat, Guadalupe Estrada agradeció en español:

— Agradezco a Hugo Granadino por llevarme a los caminos de náhuat.

Aplausos.

Con el micrófono abierto, la secretaria de cultura susurró a uno de sus directores: “¿Cómo es que se llama ella?”

Acto seguido, corrió hacia Guadalupe Estrada, la abrazó, agradeció y volvió a su mesa. Llorosa. Haló el micrófono y dijo con nudos en la garganta:

— Estoy muy, muy conmovida, porque Hugo Granadino… es… ¡mi padre!

Pedro Páramo con cabello rubio teñido y corto, collares, anillos, chalina y cargo burocrático.

Magdalena Granadino no perdió la oportunidad de crear—adjudicarse una genealogía cultural nacional. Quiso presentarse, entre lágrima y voz entrecortada, como una madre de la cultura nacional: Hija de un pionero, un fundador de los estudios del náhuat, Hugo Granadino, descendiente, además, del compositor del vals Bajo el almendro, David Granadino, fundador también de la Sociedad Lírica Santaneca...

El Foro de Cultura y Desarrollo 2012 fue el escenario para conocer su personalidad, su papel de madre que no dejó nunca.

Al día siguiente, al explicar la metodología del foro, dijo:

— Si uno puede aportar como salvadoreño, como funcionario público, debe hacerlo con la mejor de las voluntades porque este es el país que yo le voy a dejar a mi hija y mis nietos.

Y cuando el Movimiento de Artistas Independientes (MAI) presentó sus comentarios sobre la ley en la vocería de René Lovo, Magdalena Granadino regresó a su papel de madre comprensiva, amorosa:

— Gracias al MAI por sus comentarios, gracias a René, él sabe que lo quiero mucho. Lo quiero mucho.



Pachita I, Serenísima

2010,


Noche afuera de la Sala Nacional de Exposiciones

Brindis después de una exposición. Todo tranquilo hasta la llegada de Pachita Tennant de Pike.

Yo tranquila hasta que veo llegar a Pachita Tennat de Pike, la primera reina de las fiestas agostinas, las fiestas nacionales patronales, de 1936.

Pachita, pequeña, blanca, arrugada y cándida; los labios y las uñas rojo coral y el cabello corto de dos colores y unas canas sobre la frente como una corona eterna, corona de aniversario de diamante.

Me acerco a ella:

— Buenas noches, doña Pachita, gusto saludarla, soy su admiradora.

— Hola, querida, ¿cómo es tu nombre?

— Elena...

— Vos me entrevistaste.

— Sí.

Comenzaron a acercarse personas, a hacerle una rueda.

— Hace poco, buscando información sobre Justo Armas, la vi en el periódico.

— Es que yo fui la primera reina de las Fiestas Agostinas.

— Por eso: salía también una niña Salverría, y una candidata de la Universidad de El Salvador.

— La Teresa. La Tere Salaverría. Ella era reina de los Juegos Florales. Había reina de la Universidad y de los Juegos Florales. Pero yo era la reina—reina. Y mis amigas me decían: 'Jodelas. Jodelas, Paquita, porque son envidiosas'.

Reímos.

Como debe ser en estos casos tan azarosos, tan fantásticos, alguien, de pronto, se acerca a ella, lleva un folder, y del folder saca una foto – a blanco y negro, 8x10 pulgadas— de cuando fue coronada como la primera reina de las Fiestas Agostinas.

Pachita la toma y comienza el árbol genealógico:

— Aquí está Maximiliano Hernández Martínez –que la coronó en el Palacio Nacional—, este es el Alcalde Carlos Dreyfus, y el de atrás mi abuelo, Emilo Mejía. Este era un muchacho poeta, de los Castro, él vino a San Salvador y sus tíos le dijeron: 'Venís a estudiar, no a escribir versos', pero él me hizo un poema ¡y ganó! Y esta –una damita— es la hija del Embajador de Estados Unidos, y esta es la esposa de Raúl Elas Reyes, le decían la...

Debería haber un trono –de mimbre, siempre iluminado y florecido en plástico— para Pachita Tennant de Pike en cada lugar al que ella llegue. Y todos deberíamos doblar rodillas ante sus uñas rojo coral. Pachita, Serenísima.

 

 

Dunning—Kruger y la historia del arte

Hay un sesgo cognitivo que podría describir la alta cultura de muchos salvadoreños observados en estos años. En conferencias, simposios, encuentros, recitales, inauguraciones, conversatorios. No es su voracidad –textual y fisiológica— por la cultura, aunque también lo es. Es más bien el efecto Dunning—Kruger.

El efecto Dunning—Kruger es un fenómeno psicológico según el cual las personas con escaso conocimiento tienden sistemáticamente a pensar que saben mucho más de lo que saben y a considerarse más inteligentes que otras personas más preparadas, debido a que su propia incompetencia les dificulta reconocer sus errores y evaluar la competencia de los demás.

No es un insulto. No es una ofensa. Es una sesuda consideración. Al final de conferencias, simposios, encuentros, recitales, inauguraciones, conversatorios siempre, o casi siempre, hay quien objeta al ponente –aunque esté presentando un estudio pionero, una investigación reciente o un libro u obra de su creación y ya sabemos que toda creación es subjetiva—, alguien que siempre sabe más.

La primera vez que leí sobre Dunning—Kruger fue cuando un amigo comentó que de no ser porque científicamente es un sesgo cognitivo, él consideraría que el efecto es parte de la salvadoreñidad.

Entonces recordé a ese escritor que ha entrevistado a TODOS los artistas vivos de este país y ha escrito sobre TODOS los temas de la cultura nacional, ese mismo artista que conoció a Diamanda Galás en su loft de Nueva York –Diamanda era más gorda entonces y él se interesó más en su flaca y guapa amiga—; recordé al taxista que varias noches ha llevado a mis amigos pintores a sus casas y que al saber que son pintores les ha dicho que un día llevó en ese mismo taxi a Salvador Dalí –lo recogió en el portal de Occidente y lo llevó a su hotel—; y pensé en los señores que después de cada conferencia sobre arqueología difieren del ponente y ensalzan la grandeza pipil, a los marxistas que nunca leyeron El Capital, a los señores cultos que hablaron del expolio de la URSS durante la presentación del libro El museo desaparecido, del periodista Héctor Feliciano, en el Foro Centroamericano de Periodismo, en mayo de este año. El libro de Héctor Feliciano es el resultado de años de investigación sobre el expolio nazi de arte francés durante la Segunda Guerra Mundial, pero muchos asistentes tomaron la palabra para opinar sobre otros robos en el arte y preguntarle la ubicación actual de ciertas obras de arte aún desaparecidas. Cada pregunta implicaba una nueva investigación y un nuevo libro.

Entonces, apareció don Aris. Tomó la palabra y le dijo:

— ¿Qué me puede decir de las obras que los rusos robaron? Yo sé adónde están.

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