Los Juegos Olímpicos tienen cierto aire hipócrita. Demasiadas marcas. Demasiado dinero de por medio. Demasiada desigualdad. El líder de la bancada demócrata del Senado pidió que incineraran los uniformes de los atletas estadounidenses fabricados en China, y China le respondió apelando al espíritu olímpico de fraternidad y juego limpio. Sinceridad donde la haya. Twitter mismo, erigido como símbolo de libertad de expresión, fue incapaz de tolerar los comentarios críticos de un periodista contra el monopolio en las transmisiones de los juegos. Detrás de los récords y las innegables hazañas deportivas hay juego sucio.
Los juegos también han producido contradictorios atletas-símbolo, como Jesse Owens, a quien Hitler se negó a darle la mano, o Carl Lewis, ahora ícono de Yahoo, o Fanny Blankers-Koen, la ‘Mamá voladora’. Entre ellos destaca el checo Emil Zátopek, que debutó internacionalmente en los juegos de Londres del año 48. La vida de este hombre que comenzó trabajando como aprendiz en una fábrica de calzado y se convirtió en héroe nacional, ha sido recreada por Jean Echenoz en su novela “Correr” (2010), que cayó en mis manos por una feliz casualidad en estos días de algarabía olímpica.
Se trata de una novela absolutamente eficaz, contada con un ritmo de ligero galope, sin ningún tipo de cabriolas. De verdad que se necesita mucha destreza y entrenamiento para escribir de esa manera. Es como si viéramos todo el tiempo al joven Emil corriendo para escapar de los tanques alemanes ingresando a Moravia, o para subir al tren que lo llevará a una de las tantas competiciones atléticas en las que participa como miembro del ejército, o resoplando por la carretera, del bosque al pueblo, y viceversa, obstinada y desaforadamente, con un correr discontinuo, desigual, acompañado de gestos rígidos y muecas torturadas. Corre por necesidad. Para resistir.
Aunque Echenoz ha advertido que su novela no es la biografía de Zátopek, es inevitable ir detrás de la figura que le sirvió de pretexto para hablar de la resistencia y de la soledad. Una foto de 1954 muestra al atleta gesticulante, crispado y babeante, como emitiendo un grito de dolor. Fue un triunfador y un rehén de sus propios éxitos. Tras sus éxitos internacionales los jerarcas del Partido Comunista no tardaron en identificarlo como un espléndido instrumento de propaganda: un atleta del Estado, un ícono del comunismo capaz de producir los mejores atletas y desenmascarar a los enemigos del pueblo.
Inclusive después de que los consejeros soviéticos decidieron alejarlo de las pistas enviándolo a limpiar las calles de Praga, Emil siguió corriendo.
Qué lejos se miran de Emil los cultivados atletas escoltados por entrenadores y dietistas, que salen a ocupar sus posiciones enchufados a sus iPod. Y qué cerca están de ser, como el checo, rehenes de sus triunfos.
En países como los nuestros esos héroes producen una mezcla de alegría y compasión cuando después de sortear todas las trampas del autoritarismo, el racismo y la inequidad son convertidos en remedos de esa supremacía que los ha mantenido en la exclusión. El guatemalteco Erick Barrondo, ganador de la primera medalla de plata olímpica en la región, elevado a la estatura de “héroe nacional”, no tardará en recibir el cortejo de las empresas de telefonía, comida chatarra y artículos deportivos. Tampoco podrá escapar.
Quizás la parte más hedionda de todo ese juego sea el avivamiento de los nacionalismos. Inevitable contener la respiración cuando se oyen una y otra vez los himnos de los Estados vencedores, repetidos con la frecuencia de un anuncio comercial.
¿Qué nos queda? Correr…
* Miguel Huezo Mixco es un escritor y ensayista salvadoreño. Coautor del blog Talpajocote.
