Opinión /

El marxismo como praxis


Lunes, 16 de julio de 2012
Álvaro Rivera Larios

Cuesta creer que, presentándose como una praxis, el marxismo todavía no haya resuelto el problema de “la unión social y política de la teoría con la práctica”. Mi  afirmación sublevará a los especialistas –y a los no tan especialistas– en Marx y a las personas que han vivido el marxismo como una ética. Solo les pido que, antes de condenarme como a un hereje o a un ignorante, lean mi razonamiento. Supongo que a muchos les molestará que ponga en tela de juicio lo que dan por supuesto: que la historia de los últimos cien años es una prueba irrefutable de cómo la izquierda ha conquistado, en las situaciones más adversas, la unión de las ideas y los actos.

Pero el caso es que Marx no se plantea la unión de la teoría con la práctica sólo en términos éticos o epistemológicos.  Si la conducta que asume ciertos principios éticos fuese el único criterio para juzgar el encuentro de la teoría con la práctica, el marxismo se reuniría en el mismo campo de la coherencia que hacen suyo también las personas que actúan de acuerdo con otras ideas. De ahí que “la consecuencia” política y moral no baste para dilucidar este problema. Un compañero o una compañera “consecuentes”, que viven sus ideas, no representan necesariamente la encarnación de la praxis. Aunque resulte difícil de comprender, y con independencia de cómo valoremos la racionalidad de sus ideas, en la historia han existido conservadores, liberales y marxistas que sacrificaron sus vidas (y las de otros) en el altar de sus principios. La coherencia ética, por lo tanto, es un criterio necesario, pero no suficiente, para juzgar la unión de la teoría con la práctica. 

Pero hay un argumento más poderoso para distanciarse de la ética como criterio para juzgar la correspondencia entre los actos y las ideas y ese argumento es tan sencillo como que el marxismo, en sus comienzos, pretendía fundar sus acciones colectivas en una ciencia crítica de la historia y no en conceptos subjetivos acerca de lo justo y lo injusto. En una sociedad clasista, las nociones éticas no son universales e imparciales sino que son criterios de orientación cotidiana donde los valores de la clase dominante se presentan como los valores de toda la sociedad. La moral pertenecería al campo de las ideologías prácticas que son un efecto complejo de unas determinadas relaciones de producción. Según Marx una acción política “no debe” basarse en una ideología porque ésta, dado su carácter operativo, se encuentra subordinada a una cierta causalidad social de la que nunca ofrece una explicación crítica. Una criteriología pragmática, que no juzga sociológicamente los criterios con que juzga, ofrece normas y valores, pero no brinda una guía científica del comportamiento político. 

El programa revolucionario de Marx persigue que las acciones del proletariado, superando “la falsa conciencia”, se adecuen a unos principios realistas y basados en una “ciencia emancipadora”. Al menos, esa era la línea “cientificista” de su proyecto: subordinar el juicio moral a las normas de conducta derivadas de un análisis científico de “las condiciones y contradicciones objetivas” de la sociedad capitalista. Pero una cosa era el proyecto del filósofo (convertir la teoría en una fuerza material) y otra muy distinta la aventura de sus ideas en la historia. Los mismos textos de Marx no están a salvo de juicios morales implícitos y el mismo proceso histórico ha revelado que gran parte de los comunistas asumen el marxismo como una ética y no tanto como una razón científica. Estos hechos le plantean al materialismo histórico un problema de articulación entre la ciencia crítica y la moral revolucionaria como fenómeno sociológico que no puede reprimirse por decreto en favor de la teoría.

Así como existen una religiosidad popular y un pensamiento teológico, de forma semejante la publicidad de la teoría marxista, en contextos donde hay una profunda distancia entre el trabajo manual y el intelectual, ha dado pie a la formación sociológica de un marxismo culto (concentrado en ciertas capas de la población) y un marxismo popular (el que predomina como creencia entre los trabajadores manuales). Las consideraciones de Marx sobre la ideología moral fueron polémicas (quería enfrentar un socialismo científico contra un socialismo ético, quería establecer el carácter parcial de la ética en una sociedad de clases), no tuvo tiempo para reflexionar sobre el problema de que un concepto negativo de la moral como ideología podía dificultar la comprensión sociológica de por qué  la “propaganda” política de sus ideas se gestaba inevitablemente como un escoramiento de la razón científica a la razón moral. En lo que respecta a la ideología, y por recusarla normativamente, el marxismo de orientación positivista ha sido incapaz de comprender y evaluar con lucidez la complejidad del marxismo ideologizado y las causas sociales que lo producen y reproducen. La comprensión chata, positivista, de los fenómenos ideológicos en el seno de la izquierda es uno de los obstáculos que deberán superarse para unir socialmente la teoría con la práctica. 

El voluntarismo ilustrado de Marx, su utopía racionalista, lo llevó a subestimar las dificultades objetivas y las resistencias superestructurales a que se vería enfrentada su idea de difundir “la teoría crítica” entre las masas populares. Pero no adelantemos acontecimientos y recordemos que “la teoría” de la práctica marxista no era cualquier teoría, era una ciencia.  Aunque no se condene al marxismo como ética, dada su inevitable ideologización, continúa en pie el hecho de que la práctica ideal de un marxista se define por su comprensión teórica, así que no se discute que en dicho entendimiento han de predominar las razones científicas por encima de las morales. La historia ha demostrado que si la moral pervive en los territorios que pretende gobernar la ciencia política es por que la misma política, por muy racionalista que pretenda ser, necesita de la moral para articularse. Ahora bien, la praxis marxista, aunque acepte su dimensión ética, busca fundamentarse en la reflexividad metódica y empírica de una ciencia emancipatoria. Lo que define la praxis revolucionaria, por lo tanto, es la unión social y política de cierta “teoría” con cierta “práctica”.

La gente de izquierda suele dar por supuesto que una obra como El Capital pertenece al campo de las ciencias sociales, y así es. Pero una de las grandes discusiones todavía no zanjada entre los seguidores de Marx gira en torno al problema del estatus científico del marxismo ¿De qué ciencia hablaba el autor de El Capital? ¿De qué tipo de teoría? ¿De cuál experiencia probatoria? Su ciencia no era un simple agregado de hipótesis lógicamente interconectadas y sometidas a un protocolo de validación empírica. Si tal hubiese sido su idea de la ciencia  social, en muy poco se habría diferenciado de la de alguien como Adam Smith. Ambos filósofos, aunque buscaban una fundamentación científica de la política,  no hablaban de lo mismo cuando se referían a la teoría y la práctica. Ni siquiera dos políticos-pensadores como Bujarin y Gramsci hablaban de lo mismo cuando se referían a la ciencia marxista. 

Si el marxismo se distingue de la ciencia burguesa y si los mismos pensadores de izquierda discrepan sobre la naturaleza del estatus científico del marxismo, resulta obvio que cuando hablamos de la teoría radical –en su relación con la práctica– nos estamos refiriendo a un concepto controvertido y para nada evidente. No estoy intentando atacar la condición científica de la teoría radical, solo aclaro que dicha condición (en sus nexos con la filosofía, la ideología y la practica en los procesos históricos de la lucha de clases) ha dado pie a un largo debate en el seno de la izquierda. No se trata de un simple caso de desacuerdo conceptual, la teorización establece demarcaciones en el horizonte de problemas de una época y es por eso que sus deslindes tienen consecuencias sobre la forma en que se abordan los problemas prácticos. Una definición cientificista del marxismo, por ejemplo, sería la más apropiada para el control de la política que ejerce una tecnocracia presuntamente radical. Si la política revolucionaria es solo un asunto científico, el papel que juega la voluntad popular en su definición es meramente subordinado. Las tesis de la ciencia radical no generan sus consecuencias emancipadoras a menos que se socialicen. La teoría crítica, por muy marxista que sea, si es secuestrada por una elite política y una aristocracia de las ideas, se convierte en un conocimiento jerárquico y deja de ser una ciencia liberadora.

Evidentemente, la teoría marxista se compone de conceptos, hipótesis y técnicas de verificación, pero va más allá, razona sobre su condicionamiento social y sobre sus objetivos públicos. Asume de forma crítica un lugar y un papel. Su comprensión de sí misma abarca el análisis de sus usos colectivos. La ciencia burguesa, al asumir la estructura social capitalista como un hecho natural, se inserta en la lógica de la reproducción del sistema y termina sirviendo – de forma consiente o inconsciente– a los intereses de la clase social que domina en el modo de producción capitalista. El marxismo, como razón metódica, lleva incorporada una conciencia sociológica que asume como “punto de vista”  el interés de los damnificados del capitalismo.

Al atacar progresivamente las estructuras sociales y políticas del orden feudal, la burguesía, en nombre de la libertad individual, terminó derribando una estructura de dominación, pero, en la práctica, acabó edificando otras. La teoría de Marx podría juzgarse como un análisis materialista del fracaso de la utopía liberal y como un estudio realista de las condiciones objetivas y subjetivas que hay en la sociedad moderna para acabar de una vez por todas con todas las estructuras de dominación. Y es por eso que la teoría marxista puede ser también una crítica de las estructuras políticas desarrolladas por el comunismo autoritario. La ciencia marxista es una ciencia comprometida con la libertad. El economicismo estalinista, por ejemplo, abordó con energía el desafío de la industrialización en la Unión Soviética y tuvo un éxito relativo. “Lamentablemente”, era muy pobre y estrecha su forma de “enmarcar” el  desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. En ningún momento relacionó ese aspecto del “crecimiento material” con el problema del derrocamiento progresivo de las estructuras de dominación. Marx analizó un sistema económico porque le interesaba estudiar las condiciones objetivas que harían factible la unión de la prosperidad socializada con la libertad social plena. Emprender la crítica de la economía política fue la forma que tuvo el filósofo de plantear de modo realista el problema de la libertad. Con esta apreciación podría adelantar que si la unión de la teoría con la práctica se formula al margen del problema de la libertad, lo que resulta de dicha unión no es la praxis sino que la aplicación social de una técnica en un marco político autoritario.  

Como se trataba de destruir toda relación jerárquica, había que desmontar también la dialéctica entre el maestro y el alumno, entre el liberador y el liberado. Tanto el alumno como el liberado dependen de otros y, en esa medida, no son libres del todo. El proyecto liberador de Marx implicaba la socialización de su teoría. En su proceso de auto-emancipación práctica, al crear las nuevas estructuras de la libertad, el proletariado tenía que auto-emanciparse racionalmente. El gran objetivo de la política y la pedagogía marxistas era la extinción del liberador y del maestro.  

A esto me refiero cuando hablo del estatus científico del marxismo y las controversias que suscita. Todas las ciencias sociales, incluso las que presumen de neutralidad, están implicadas en la vida pública, pero la teoría marxista asume conscientemente dicha implicación y no teme proponerse como el punto de vista de los damnificados mayoritarios del capitalismo: los trabajadores asalariados que, dado su grado de universalidad, encarnan los intereses del hombre. Pero hablamos de una implicación que se acoge al principio de lo real como estructura y proceso histórico. Su compromiso no es abstracto, tiene coordenadas espaciales y temporales y su instalación en el mundo fenoménico siempre se plantea como un desafío, como un problema a resolver. Esa conciencia al instalarse como aplicación práctica y socializada, en contextos alienados que la limitan, crea situaciones que se convierten a su vez en parte del problema a resolver. Lo que caracterizaría al marxismo como ciencia emancipatoria sería “su punto de vista proletario”, la apertura de sus tesis a la experiencia y su meta de convertirse en una reflexividad social abierta y permanente (postura que entra en contradicción con la imagen del marxismo como teoría perfecta y, por lo tanto, terminada). Esto parece claro, pero no lo es. La teoría marxista no solo ha de adoptar una posición crítica frente al capitalismo; también tendrá que enfrentarse a las criaturas nacidas de su encuentro con la realidad.

Los dogmáticos de izquierda convierten su particular interpretación de “la filosofía de la praxis” en un sistema de principios cuyas categorías e hipótesis ya no necesitan la más mínima mejora o desarrollo conceptual frente a los problemas que plantean las nuevas experiencias históricas. Sobra decir que protegen políticamente su idea de la ciencia crítica de cualquier intento de abrirla a la reflexividad social permanente. Es así como una larga saga de protectores de la pureza científica del marxismo ha contribuido a paralizar su dinamismo crítico, su creatividad revolucionaria. Y es que ahí donde la teoría crítica se cierra al debate, a la deliberación, a la reflexividad colectiva, se acaba denominando ciencia a lo que no es más que ideología doctrinal. Que la obra de Marx sea objeto de continuos vallados ideológicos tendría que ser un profundo tema de reflexión para la autoconciencia del materialismo histórico. Así como la naturaleza científica de la teoría radical es tema de trágicas disputas, también la acción revolucionaria genera desacuerdos teóricos.

Voy a plantear que la práctica es una noción problemática por medio de tres ejemplos: uno remite al sentido común de ciertos militantes políticos; otro menciona el caso de una corriente filosófica y el tercero se detiene sobre la acción burguesa. Algunos militantes políticos creen que las dudas filosóficas en torno a la práctica son un dilema sencillo: se actúa o no se actúa. Y como no se trata de actuar por actuar resuelven el asunto colocándole a sus acciones el adjetivo de “revolucionarias”. Aquel aserto de que sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria también lo abordan y resuelven de un plumazo, asegurando que sus acciones están basadas en la ciencia y los principios del marxismo.  Les da igual que la conciencia de sus acciones sea ideológica y no científica. Lo importante es actuar y lo de la teoría es lo de menos. Creen que la verdad de una línea política está determinada por la eficacia de sus acciones y por el fracaso de sus adversarios. Si el mero éxito político validase una teoría, Stalin habría tenido a la ciencia de su parte dado que “venció” a la mayoría de sus enemigos. Y ya sabemos el daño que la exitosa práctica de Stalin le ocasionó a la ciencia marxista. Conviene, pues, interrogarse bajo qué condiciones la práctica se convierte en un laboratorio fértil para las ideas radicales. 

Existe una corriente filosófica moderna que sospecha de los comportamientos prácticos que buscan legitimarse apelando a grandes sistemas de pensamiento. Esa corriente, el pragmatismo, considera que es la eficacia de las acciones lo que legitima a una teoría y que no hay teoría que no esté expuesta a ser rectificada bajo los efectos de nuevas conductas. No es que sirva todo lo que funciona, pero si un principio o una hipótesis no funcionan en determinado contexto no siempre se podrá defender que eso sea peor para el contexto. Sólo pretendo referirme a la gran importancia que esta filosofía le concede a la práctica. Para iniciar un debate sobre el estatus de la acción en la teoría marxista sería lícito preguntar de forma retórica si Marx era pragmático. Aquí tampoco basta con ponerle adjetivos a las cosas para dar una respuesta.

Karl Marx teorizó sobre la naturaleza de la acción racional colectiva en un mundo en el que los intelectuales de la burguesía también acariciaban el proyecto de desarrollar una política basada en la ciencia. No fue casual que los teóricos de la burguesía emergente concediesen una importancia estratégica a la experiencia y al análisis de lo dado y que fuesen ellos los primeros en señalar la importancia del trabajo en el desarrollo de las sociedades modernas. Si han existido unas elites que le otorgaron una importancia suprema a “la práctica” y a la demolición sistemática de todas aquellas relaciones sociales que obstaculizaban el desarrollo capitalista, esas fueron las elites burguesas del siglo XVIII. Los banqueros, los comerciantes, los industriales y la inteligencia que les servía, no eran aficionados a las reflexiones que no daban algún tipo de utilidad directa. Existía una práctica social burguesa y una teoría a su disposición que alteró el mundo de acuerdo con la lógica del capital; y dicha lógica, a finales del siglo XIX, ya había alcanzado una dimensión planetaria. Un industrial de aquel entonces, con los datos en la mano, le podría haber dicho a cualquier filósofo que de lo que se trataba no era de interpretar el mundo, sino de transformarlo. Karl Marx escribió las tesis sobre Feuerbach bajo el impacto de la transformación burguesa del mundo. Evidentemente, sería de los primeros pensadores que analizó de forma sistemática las contradicciones del desarrollo capitalista. El filósofo alemán habló de cambiar la sociedad en una época de cambios sociales vertiginosos. No hablaba, pues, de cualquier teoría, de cualquier práctica, de cualquier transformación.

A los jóvenes hegelianos, Karl Marx les reprochó que creyesen ingenuamente que el derribo filosófico de las falsas representaciones de la realidad social podía cambiar al mundo. A los burgueses que sí transformaban al mundo, Karl Marx les reprochó que lo hicieran generando enormes desequilibrios sociales. La teoría sin práctica y la práctica reducida a conciencia privada y tecnológica eran manifestaciones de la alienación en la moderna sociedad capitalista. El filósofo se propuso superar a ambas, uniendo socialmente otra teoría con otro sentido de la práctica.

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