Opinión /

La Corte Centroamericana


Miércoles, 4 de julio de 2012
Alfredo Martínez Moreno

Siempre he creído que el mayor aporte que Centroamérica ha hecho a la comunidad de naciones es haber constituido el primer tribunal internacional permanente de justicia que existió en el mundo. 

Durante siglos, para mantener la paz y la seguridad internacionales, los grandes pensadores, estadístas y líderes religiosos, trataron de encontrar los medios más adecuados para resolver pacíficamente las disputas internacionales, sin lograr éxito alguno.

En la época contemporánea, a finales del siglo XIX, en 1898, a propuesta del Zar de Rusia, se aprobó el La Haya una convención al respecto, pero no fue sino hasta ocho años después, en la Segunda Conferencia, que se creó la llamada Corte Permanente de Arbitraje, que no era un verdadero tribunal, sino una lista de árbitros de la que se podía escoger a una personalidad imparcial para conocer de un litigio determinado.  En ese mismo año, en 1907, se trató de establecer una corte internacional de presas, que si bien la convención respectiva fue ratificada por numerosos países, incluyendo El Salvador, no llegó nunca a organizarse debido a “la oposición terminante de los Estados Unidos de América de someter a revisión d una corte internacional las decisiones de su más alto tribunal federal”.

En ese memorable año de 1907, para consolidar la paz en la región, afectada seriamente por la guerra entre El Salvador y Guatemala un año antes, y apenas firmada la paz en el barco “Marblehead”, surgió otra contienda bélica entre El Salvador y Honduras, por una parte, y Nicaragua, por lo que con los buenos oficios de los gobernantes Teodoro Roosevelt, de Estados Unidos, y Porfirio Díaz, de México, se firmaron en Washington, D.C., dos pactos de grandes alcances: el fructífero Tratado General de Paz y Amistad y la Convención para el Establecimiento de una Corte de Justicia Centroamericana.

Con la creación de este último organismo, Centroamérica tiene indiscutiblemente el derecho de mayorazgo en la historia universal. Al conmemorarse el cincuentenario de ese hecho memorable, en la sede de la ODECA, manifesté lo siguiente: “Defendemos, con orgullo patriótico, ese derecho de primogenitura, no por conservar simbólicamente el bíblico plato de lentejas, sino por mantener incólume la verdad histórica”.

Pero lo más admirable de ese trascendental acontecimiento, es que también por primera vez en el mundo, se reconoció al ser humano capacidad para demandar a los Estados, siempre y cuando se hubieren agotado previamente los recursos ordinarios y extraordinarios internos o hubiere habido denegación de justicia. La trascendencia fundamental de dicha disposición –dije en aquella ocasión- es que reconoce al individuo la calidad de sujeto de derecho internacional, calidad que conforme a las doctrinas clásicas y ortodoxas estaba reservada únicamente a los Estados… Esto constituyó un anticipo de esa corriente vigorosa que en la actualidad aboga por el reconocimiento de la persona humana como tal. La mencionada disposición, según el criterio de numerosos tratadistas, abrió el camino para la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

He sostenido reiteradamente que esas transformaciones gloriosas en el campo internacional se pudieron dar por la calidad intelectual, patriótica y cívica de los representantes que asistieron a la Conferencia de Washington de 1907. Es bueno citar unos pocos nombres esclarecidos. El Salvador estuvo representado por el Doctor Salvador Gallegos, el creador, con el Profesor Luis Anderson Marúa, del proyecto del Estatuto de la Corte, por el Dr. Salvador Rodríguez González, el inspirador de la ”Doctrina Meléndez”, que salvó a la región de convertirse en una semicolonia con la firma del Tratado Bryan Chamorro, que permitía el establecimiento de una base naval en el Golfo de Fonseca, y el ilustre diplomático don Federico Mejía. Cito, por razones de espacio, sólo a dos egregios estadistas de la región, don Policarpo Bonilla, de Honduras, y don José Madriz, de Nicaragua, quienes llegaron a dignificar la presidencia de sus países posteriormente.

Es oportuno mencionar que el insigne Presidente de Costa Rica, don Cleto González Víquez, propuso luego que en un protocolo adicional al Convenio se incluyera un artículo, que debería estar esculpido con letras indelebles en el pórtico del santuario cívico de los centroamericanos. Decía así: “Se recomienda a los Gobiernos de Centro América procurar, por los medios que estén a su alcance, en primer término, la reforma constitucional en el sentido de prohibir la reelección de Presidente de la República, donde tal prohibición no exista, y en segundo, la adopción de todas las disposiciones necesarias para rodear de completa garantía el principio de la alternabilidad en el poder”.

En la jurisprudencia de la Corte sobresalen, con caracteres áureos, las dos sentencias en los juicios sobre el tratado Brayan-Chamorro, en lo que se habían presentado demandas y réplicas de indiscutible valía doctrinal y hubo debates de gran altura “iusinternacional”.

Por la pertinencia del tema deseo referirme brevemente a una sentencia que demuestra el alto sentido de responsabilidad de aquellos magistrados, que tuvieron que reconocer su incompetencia para tratar el caso, por no cumplirse uno de los requisitos exigidos por el Estatuto, pero dejando constancia de que, de haberse llenado ese trámite indispensable, el caso sí hubiera sido de su ministerio judicial o competencia. Se trataba de la demanda interpuesta por el ciudadano nicargüense doctor Andrés Fornos Díaz contra el Gobierno de la República de Guatemala, por el trato arbitrario y la detención ilegal de que había sido víctima al habérsele despojado de sus bienes y lanzado, durante varios meses, a una mazmorra de la tiranía de Estrada Cabrera, acusándosele de ser espía del gobernante de Nicaragua José Santos Zelaya. Al salir deportado varios meses después, presentó la demanda alegando que había sido imposible recurrir previamente a los tribunales guatemaltecos, pues éstos no gozaban de la más mínima independencia judicial.

El fallo declaró inadmisible la demanda, por no haber agotado previamente los recursos ordinarios internos, como lo exigía expresa y terminantemente el Estatuto, pero con alto sentido de responsabilidad judicial, en uno de los considerando de la sentencia, la Corte estimó que, de haber llenado los requisitos exigidos, la demanda sí hubiera sido de su ministerio judicial o competencia, “puesto que las facultades primarias de la personalidad humana en la vida civil están colocadas bajo el amparo de los principios que rigen la comunidad de los Estados como derechos internacionales del hombre y es evidente que, los hechos acusados en el libelo, constituyen ofensa a la libertad, daño a la salud y atentado contra la propiedad del quejoso”. 

Esos dignísimos magistrados pidieron la reforma del Estatuto, a propuesta del magistrado Castro Ramírez, para que únicamente se necesitara comprobar la presentación, o el intento de presentación, de un recurso de hábeas corpus, en vez de agotar todos los recursos ordinarios o extraordinarios internos, para que una demanda fuera luminosamente admitida.

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El Estatuto de la segunda Corte Centroamericana de Justicia hace, en la exposición de motivos,  la historia del tribunal. Acaso lo más importante es que en una reunión de las Cortes Supremas de Justicias Centroamericanas, celebrada en Tegucigalpa en 1991, se designó “al relevante jurisconsulto hondureño don Roberto Ramírez”, uno de los gestores del proceso de integración económica regional, “para que elaborara los estudios preliminares que determinarían la factibilidad del establecimiento de la (nueva) Corte Centroamericana”. El Doctor Ramírez presentó estudios posteriores para el Proyecto de Convenio de la Creación de la Corte y de su Estatuto, y al firmarse el llamado “Protocolo de Tegucigalpa”, que reformó la Carta de la Organización de Estados Centroamericanos (ODECA) y constituyó el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), creó como órgano de éste a la Corte Centroamericana de Justicia. Es indiscutible que el propósito medular al establecerse dicho tribunal era resolver los conflictos atinentes a la integración regional. 

Dentro de su competencia se establece que puede conocer de los litigios que puedan surgir entre los Poderes u Órganos Fundamentales de los Estados y cuando de hecho no se respeten los fallos judiciales. Es evidente que puede conocer de disputas entre los poderes de diferentes Estados, pues al discutirse la competencia de la primera Corte se propuso que el tribunal pudiera también resolver los conflictos entre los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, pero esto fue terminantemente desechado por Costa Rica y eliminado de su competencia. Lo que sí puede la nueva Corte es conocer “cuando de hecho no se respeten los fallos judiciales”, o sea si por ejemplo la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador demandara a la Asamblea Legislativa nacional por no cumplir un obligatorio fallo de aquélla.

No conozco en detalle la jurisprudencia de esta segunda Corte Centroamericana, pero sí debo referirme a dos hechos increíblemente singulares de este Tribunal en los últimos días.

El primero es que según su práctica, supuestamente de acuerdo a su Reglamento, que no tengo  a la mano, al recibirse una demanda para conocer si se admite o no, se designa a un magistrado para que analice la pretensión del demandante y, luego de un estudio meditado, varios días después, debe presentar su análisis y su razonamiento al Pleno,  pero en el caso de la demanda presentada por diputados de El Salvador en contra de la Sala de lo Constitucional, con una celeridad sospechosa, en un solo día el Tribunal admitió la demanda y dictó medidas cautelares para incumplir el fallo judicial. Además, según afirman abogados nicaragüenses, los magistrados que no han resuelto la otra querella, la presentada por agraviados organismos cívicos de El Salvador en contra de los diputados incumplidores, se fusionaron en abrazos con éstos diputados. De ser ciertas esas afirmaciones, considero que en la historia judicial de América esto quedaría como un acto bochornoso de un tribunal internacional.

Pero lo más grave aún es la resolución dictada por esta Corte contra un Estado que no ha reconocido la jurisdicción de ella y, por ende, no puede ser parte de un litigio que no ha aceptado voluntariamente y que, además, no ha participado en defensa de sus derechos vitales, que haya sido condenado por la Corte, sin que fuera oído y vencido en juicio. Esto sin duda también quedaría como una curiosidad inaudita en la historia de los tribunales judiciales del orbe. 

 

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