Opinión / Cultura y Sociedad

Ese muchacho era loco


Lunes, 14 de mayo de 2012
Álvaro Rivera Larios

'Ese muchacho era loco', me respondió Miguel Mármol, cuando ya no pude reprimir la curiosidad y le pregunté por Roque Dalton.  Su respuesta, de la que recuerdo incluso el giro peculiar de la voz, se alojó en mi cerebro y, por alguna causa que todavía no esclarezco, me dejó una huella con la que he viajado durante más de treinta años.

Así que, imagínense, he tardado tres décadas –la vida de un cristo– en contestarle al anciano hermoso que tenía una cicatriz de leyenda en el pecho.

La frase de Don Miguel era afectuosa, como el comentario que el más viejo de la familia suelta sin pensar al referirse a las peripecias del pariente que vivió una juventud aventurera más allá de los treinta años. Su juicio, amistoso en apariencia, trasciende las distancias generacionales entre dos hombres que durante una época pertenecieron a la misma organización política. 

En el retrato que Dalton hizo de Mármol se coló la imagen que el poeta tenía de sí mismo como un marxista que, nacido en otro medio social y en otra etapa histórica, había desarrollado unos rasgos más problemáticos y complejos. Esa complejidad también resultó incomoda para los marxistas de la generación posterior.  Los jóvenes asesinos de Dalton lo acusaron de ser un bohemio pequeño burgués.

La de no haber abandonado nunca la condición de muchacho loco fue una leyenda que persiguió al poeta hasta el último día de su vida y desde el primer día de su muerte. Es cierto que él se reconocía incomodo y que hacía de ello una gran virtud  (meterse el dedo en la nariz, mientras hablaba de  táctica revolucionaría, era algo más que un gesto), pero le molestaba que la gente sólo viese la superficie de la anécdota y olvidara que, a pesar de sus provocaciones, él, a su modo, era un tipo serio.

A Dalton le disgustó el retrato suyo que hizo José Agustín Goytisolo en la entrada de “Los pequeños infiernos”. Ahí, Goytisolo lo pinta como un poeta disparatado, medio niño, medio guerrillero y, “al decir de las mujeres, gran hombre para la cama”. Dalton comprendió muy bien que detrás de aquellos elogios latía una subterránea minusvaloración de su trabajo como poeta y político revolucionario.

Ya en vida, el poeta se convirtió en una leyenda asediada por los tópicos. Sin embargo, hasta cierto punto, había dos Roques: el de la leyenda y el de carne y hueso. El de carne y hueso posiblemente alimentó al otro, al personaje legendario, pero también sostuvo una relación difícil con él. El otro yo del poeta, esa imagen suya que circulaba por ciertos estratos de la conciencia popular, podía restar valor a la hondura de sus compromisos con la poesía y la revolución. Y es que a la gente  le cuesta comprender el papel serio que desempeñan los bufones en las tragedias de Shakespeare.  

Al convertir a Dalton en un lírico revolucionario por cuyas venas corre la sangre de Pedro Urdimales se le otorga el estatus de figura anti solemne, báquica, fálica, bufa, es decir, popular. Sin embargo, ese parentesco simbólico con el “cipitío”, Pedro Urdimales y la bohemia tropical puede hacernos olvidar que la risa de Dalton colocaba su acidez en el reino de las convenciones burguesas y revolucionarias. Se reía del enemigo y se reía de sí mismo, pero su risa era la de la inteligencia rebelde, la inteligencia vital, desacralizadora. 

Ese muchacho era loco, pero sólo hasta cierto punto. Vista en perspectiva, su vida se muestra como una constancia, como un compromiso llevado hasta el final. Su palabra era su vida y su vida era su palabra y las ató al mismo riesgo, hasta el final. Y en todo ello quedó manifiesta la constancia de una responsabilidad ética. Ese muchacho era loco, pero sólo hasta cierto punto. 

Hizo de la incomodidad un magisterio, allá donde fue. Por eso era un militante molesto entre los militantes y un poeta incomodo para los hacedores estrictos de versos. Y no es que él repudiara el rigor en el mundo de las palabras, pero creía seriamente que los poemas eran algo más que silabas solemnes petrificadas en un texto.

Que las palabras danzan en la vida y cosen el tiempo y dan pie a las visiones y a las uniones de las manos y las mentes queda demostrado en una obra literaria que siendo parte de las bibliotecas es al mismo tiempo parte de la historia de nuestras maneras de ver/sentir/estar en el mundo.

Evidentemente, podemos corregir sus versos malos e incluso olvidarlos. Pero allá donde dejó una palabra memorable, esa palabra es algo más que un manojo de sílabas petrificadas en un texto. Lamentablemente, esa virtud retórica no puede aprenderse en los talleres literarios. Por un lado, están aquellos o aquellas que van exclusivamente tras el poema perfecto, tras el poema rigurosamente encerrado en la página y las convenciones literarias, y, por otro, quienes tienen genio y oficio para escribir una poesía vibrante que escapa de los libros. Por una extraña razón, los poetas que colonizan la vida y se alojan en el corazón de los hombres pertenecen a una estirpe cuyos miembros son escasos.

Pero la literatura, más allá de cómo se conciba, es una mansión muy grande en la cual tienen cabida muchos rostros y múltiples caminos. Ningún poeta es toda la poesía, ningún camino es todos los caminos. Por eso, nada de lo que digo convierte a Dalton en una referencia obligatoria; juicio que no implica que haya dejado de ser una referencia luminosa.

Es falso que aquel muchacho loco hasta cierto punto haya dejado una herencia literaria y política que hoy sepulta a las nuevas voces. Si la libertad y la inteligencia creativas del mejor Dalton se han convertido en una losa no es tanto culpa suya como responsabilidad nuestra. Aquellos que le atribuyen al poeta un reinado excluyente y esterilizante, creen que para afirmar sus rostros deben matar al rey. Lo paradójico del asunto es que dicho rey nunca ha tenido seguidores , a no ser que convirtamos en discípulos suyos a los imitadores superficiales y mediocres de un poeta al que se le pueden reprochar muchas cosas, menos que fuese, en sus grandes versos, mediocre y superficial.

Quien tiene voz tiene voz o va tras ella con determinación, todo lo demás son excusas, banderas o leyendas. Para tener un rostro, poéticamente hablando, no es necesario matar otra vez a Roque Dalton y esto que digo lo demuestran poetas –como Miguel Huezo Mixco, René Rodas y Carlos Santos– que, habiéndose formado  en “la  época de mayor influencia daltoniana”, se han abierto paso hasta construir sus propias obras sin necesidad de apuñalar a un rey que, aunque cueste comprenderlo, nunca ha reinado verdaderamente. 

Roque se movía, como un muchacho irreverente, por los planos entrecruzados de la belleza y el pensamiento en un mundo en el cual ni la belleza ni el pensamiento eran ajenos al universo de una ciudad en conflicto. La forma peculiar en que mezclaba la imaginación, el concepto, la ironía y el grito pertenecen al rango de esos idiomas privados que solo pueden imitarse a costa de devaluarlos. En esa medida cabe preguntarse cuál ha sido la naturaleza de la influencia ejercida por ese rey inimitable. La limitación del reinado que se le imputa quizás ha sido el producto de nuestras propias limitaciones.   Quienes han maniatado nuestra lírica tal vez han sido los falsos herederos de Roque Dalton; porque, dicha sea la verdad, la mejor palabra de aquel muchacho loco hasta cierto punto no ha tenido ni tiene seguidores. 

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