Opinión /

(Sobre) vivir en El Salvador


Lunes, 26 de septiembre de 2011
Nelson Portillo*

Cada vez que me asaltan, porque ya se está haciendo costumbre, siento una abrumadora mezcla de emociones encontradas: rabia, indignación, desesperanza  y alegría por seguir con vida. En el proceso, me he enfrentado de nuevo con mi propia mortalidad y con la impotencia de no poder ser más que una víctima obediente. Por primera vez he sido amenazado de muerte, pero para mi sorpresa, mi cuerpo y mi mente siempre estuvieron bajo mi control, al menos eso es lo que quiero creer.

Además de mis pertenencias, me han robado lo más importante: mi derecho a la libertad, a la libertad de poder transitar sin temor a ser victimizado, violentado, agredido. Pero la realidad siempre termina imponiéndose: vivo en un país secuestrado. Me he unido a los ciudadanos que día a día experimentan la zozobra de sobrevivir un día más, que regresan a casa para contar sus peripecias. Me dicen que soy afortunado, pero me culpan de ser víctima. De alguna manera, yo “provoqué” el daño sufrido.

No quiero bajar la cabeza y tolerar la cuota de atropellos al que el salvadoreño promedio se ve sometido constantemente. Me cuesta creer que la adaptación sumisa sea la respuesta normativa de todo un pueblo que no ha dejado de tragar grueso por los siglos de los siglos. Las quejas de vivir en un país secuestrado no cesan, pero todos concuerdan con que cualquier respuesta puede salir más cara que la inacción.

Vivimos atrapados entre portones y alambres electrificados para sentirnos seguros en nuestras propias prisiones y ver hacia afuera por la rejilla. Vemos con desconfianza al extraño, al otro, y apuramos el paso frente al desconocido. Siempre estamos listos a huir, a dar el salto y correr, a buscar la salida. Planificamos nuestras rutinas con cuidado, pero sabemos que no estamos exentos de ser los siguientes en la lista.

Me niego a odiar al enemigo, a portar un arma como mis asaltantes, a desearle la muerte al prójimo que me ataca. No quiero ser parte del acto violento que todos quieren ver hacia fuera, pero que niegan hacia adentro. Claro, es que nos empecinamos en creer maniqueamente que somos los buenos y ellos los malos. Somos los ciudadanos honrados y decentes.

Como víctima, me aferro a unos derechos que no tengo y que me son negados por los que deberían ofrecerme protección. ¿Cómo creer en el poder de la denuncia ante las autoridades, cuando no puedo realizar una por no portar el documento que me identifica y que me fue robado con el resto de mis pertenencias? Para las autoridades (in)competentes, quien estaba frente a ellos no era yo, era únicamente un nuevo “sierrita” como me llamaron al presentarme como ofendido.

Como psicólogo social, interesado en desentrañar las raíces sociales del comportamiento y de las acciones violentas en la sociedad salvadoreña, fue una forma bastante participativa de adentrarme al mundo de las víctimas revictimizadas, valga la redundancia. Me encontraba justo en medio de esos procesos configuradores de la pérdida de confianza hacia las instituciones de (in)seguridad, de la construcción de la vulnerabilidad y el miedo. Trato de no sesgar mi visión de la prevención, intervención y rehabilitación al convertirme en sujeto-objeto de mis propios estudios de investigación.

Pero como ciudadano común y corriente me pregunto: ¿a esto le llamamos vida? ¿Este es el lugar donde deseo vivir? No lo sé, pero creo que tal vez me he equivocado de país.

*Doctor en psicología social y catedrático de la UCA
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