Opinión /

De Monterrey a la Atlántida


Lunes, 29 de agosto de 2011
El Faro

El reciente ataque contra un casino en Monterrey, que dejó más de 50 muertos, elevó un grado más el nivel del horror que las bandas de narcotráfico han desatado en México en el traslado de la droga hacia Estados Unidos.

El Presidente Felipe Calderón, acosado por una población harta ya de tanta sangre derramada, apuntó debidamente hacia Estados Unidos exigiendo a ese país que comience a hacer la tarea que no ha querido hacer nunca: la de disminuir el consumo de drogas y endurecer el control sobre la venta de armas de fuego.

Todo el corredor Colombia-México, que hoy pasa por Centroamérica, está bajo la amenaza de cárteles que contaminan y pervierten todo a su paso: instituciones, autoridades, comunidades, negocios, sistemas financieros, dinámicas económicas, sistemas políticos, planes de desarrollo…

En Centroamérica el avance del narcotráfico es meteórico. La debilidad institucional, la pobreza, la corrupción y la impunidad convierten al istmo en el paraíso del crimen organizado.

Honduras, que en los últimos años ha aumentado exponencialmente la actividad del narcotráfico, con la multiplicación de aterrizajes de avionetas y de paso de embarcaciones, no está demasiado lejos de Guatemala, un país cuyos magros avances institucionales desde los Acuerdos de Paz han sido derrumbados por cárteles internacionales que han penetrado a todo el sistema.

En estas condiciones, el candidato a la presidencia que lidera todas las encuestas, el general Otto Pérez, ha admitido tener vínculos con una familia de narcotraficantes. Cuestionado sobre el origen de sus fondos de campaña, Pérez Molina ha dicho que sus principales donantes le han pedido el anonimato.

Ningún país centroamericano puede hoy combatir por cuenta propia a unos cárteles que poseen más y mejores recursos. Y la tarea debe comenzar por ordenar institucionalmente cada una de las casas mientras se diseñan estrategias conjuntas y se exige a Estados Unidos que asuma su responsabilidad más allá de arrojarnos migajas para alejar la sangre de sus calles y que se derrame aquí.

En El Salvador, a las puertas de una nueva campaña electoral legislativa y municipal, aún no tenemos una ley de financiamiento de campañas que obligue a los partidos políticos y a los candidatos a abrir sus finanzas y detallar el origen de sus fondos. Quienes se han opuesto a esto son los propios partidos, que posponen una y otra vez el debate sobre ello.

La penetración del crimen organizado en las alcaldías y en la Asamblea (y en todo el Estado) no es  ya extraña en esta región del mundo. A pesar de ello, el sistema político no se ha transformado para evitar que ello siga sucediendo (con la excepción de México, que ha aprobado leyes en materia electoral que controlan y restringen incluso las campañas, los espacios y los tiempos publicitarios).

El Salvador forma parte de ese corredor de la muerte que mantiene a esta región como la más violenta del mundo. Lo recién sucedido en Monterrey es el aterrador futuro inmediato del istmo centroamericano; En Guatemala, Honduras y El Salvador, cada historia es una narración en vivo de cómo el crimen organizado se devora países enteros. Países que no hacen nada para evitarlo. Ni siquiera lo que les es posible.


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