Opinión /

Debate, un oficio ciudadano


Lunes, 18 de julio de 2011
Jaime López

Cuando en el país suceden coyunturas importantes, se habla mucho de lo que está ocurriendo, pero en realidad hay poco debate. En parte es así porque nos hemos acostumbrado a creer que, sin importar lo que se diga, nuestra opinión no cuenta. O bien, quizá en mayor grado, porque hay un esfuerzo deliberado de los grupos de interés en reducir la discusión pública a posturas cerradas. De esa manera la deliberación se asemeja más a un ejercicio de fuerza que a una reflexión productiva.

La interpretación de los hechos relacionados con la independencia de la Sala de lo Constitucional muestra varios ejemplos de las formas en que se asfixia el debate. La estratagema más trillada es la de encajonar a las posturas y personas en el dualismo excluyente de izquierda y derecha. En esa línea, los dirigentes del FMLN son los que han ido más lejos al implicar que si las resoluciones de la Sala afectan al partido de izquierda entonces los magistrados constitucionales están al servicio de la derecha.

Durante varias décadas las etiquetas de izquierda y derecha tuvieron algo de sentido, porque la distribución del poder fue bastante estable. En la primera categoría quedaban los opositores o excluidos de esa repartición. En la derecha, en cambio, estaban los que detentaban el poder y quienes apoyaban al régimen. Pero ahora, que un partido de izquierda es mayoritario en la Asamblea y que además colocó al Presidente de la República, esa clasificación en relación con el control del poder formal es difícil de aplicar.

Otro ardid usado es el de inscribir los hechos en un relato heroico, del bien contra el mal. Las implicaciones prácticas de los hechos dejan de ser importantes, porque lo que vale es cómo éstos encajan en una narrativa épica. Por ejemplo, líderes de organizaciones civiles aseguran que habrá más democracia con candidaturas independientes y votos por personas, dejando a las cúpulas partidarias en el papel de villanos. En realidad lo que uno puede asegurar de esa forma de elección, por lo cual yo la apoyo, es que resulta más competitiva en la medida en que amplía las opciones de los votantes. Pero de qué manera eso contribuye a la calidad de la democracia, es algo que depende de muchos otros factores, por ejemplo del origen del dinero para pagar las campañas.

Claro, lo anterior tiene su origen en que nos hemos acostumbrado a atribuir la verdad según el tamaño del relato. Los asuntos pequeños, aunque sean evidentes, los consideramos poca cosa, dudamos que tengan un impacto trascendente. De manera similar, lo mejor no es una cuestión de gradualidad, sino de oposición al extremo más lejano. Lo anterior, por cierto, es señal de una sensibilidad tosca. Distinguimos bien las grietas, pero fallamos en los matices.

Además, tendemos a sustituir la parte por el todo, pretendiendo que si la primera es buena la segunda también debe serlo. Por ejemplo, el FMLN propone consultas populares con lo que, según sus dirigentes, la democracia será participativa. Omiten decir que estos mecanismos también han sido utilizados para reducir la democracia, cuando la mayoría renuncia a una parte de sus derechos o atropella los de las minorías. Un ejemplo es el referéndum de 1938 en el que se preguntó a los alemanes: ¿Aprueba la lista única de candidatos al Reichstag presentada por nuestro Führer Adolf Hitler?

Lo que con más frecuencia se usa, me parece, es la falacia ad hominen. Se trata de los ataques que no van dirigidos a probar la validez o invalidez de un argumento; su propósito es descalificar a la persona o grupo que lo propone. Se pasa por alto, desde el punto de vista lógico, que el carácter de una persona no es atinente a la verdad o falsedad de lo que dice. Como muestra, algunos diputados descalifican las críticas en su contra aduciendo que quienes las hacen son políticos frustrados. Desde luego, en las discusiones públicas es fácil encontrar ésta y otros tipos de falacias.

El debate también resulta asfixiado por las maneras de comunicarnos. Alguien puede convencernos con sus ideas si las dice en voz alta, a veces con gritos, acaparando el tiempo con sus intervenciones o si es florido en el uso de epítetos. Por eso a muchos les gusta hablar desde una tarima o podio, por encima de los demás, con micrófono a alto volumen, sin límite de tiempo y con la prerrogativa de tener la última palabra. En cambio, como no hemos aprendido a escuchar, nos parece aburrido o poco importante cuando alguien habla en tono suave, pausado o breve. Al respecto, con frecuencia asisto a reuniones en las que la tónica general es el abuso cuando se tiene el turno de la palabra.

Otro problema es el alcance de nuestros argumentos. Aunque éstos sean válidos, no siempre hacemos el esfuerzo para que incluyan las expectativas o intereses de otros. Claro que esto no es fácil, en especial cuando las posiciones son antagónicas o cerradas. Pero un argumento incluyente es la única forma de alcanzar acuerdos amplios y sostenibles. Aunque su deducción como idea es directa, en la práctica el interés general se construye de abajo hacia arriba, englobando por una escabrosa senda, poco a poco, los intereses particulares.

Quizás una de las limitaciones más fuertes para el entendimiento mutuo es que nos es más fácil pensar en términos de personas o grupos, en lugar de reglas generales. El conflicto constitucional que estamos viviendo es un claro ejemplo. Los amigos del FMLN, por citar un caso, optan por descartar la justicia constitucional y ponen por encima los intereses de sus primeros diputados, en relación con las reglas electorales. Mientras que en ARENA, de igual manera se violenta la independencia judicial ante el temor de que su máximo líder termine sometido a los tribunales. Para nosotros, los salvadoreños, la regla vale mientras no afecte los intereses propios. Y con esa forma de pensar es difícil superar los comportamientos tribales.

Los problemas que vivimos son de dimensiones titánicas. Pero poco hacemos por resolverlos si preferimos comportarnos como los personajes de 'Rebelión en la granja', una de las novelas de George Orwell de 1945. Los animalitos se liberaron del yugo del señor Jones para regir su propio destino. Pero el hecho de no practicar el debate, más el cambio antojadizo de las reglas, provocó que pronto terminaran bajo la tiranía de los cerditos. Por eso, siempre debemos tener presente que el oficio del buen ciudadano comienza sometiendo a refutación las ideas, y continua al asumir las implicaciones prácticas de ese ejercicio.

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