Opinión /

Sabato


Domingo, 1 de mayo de 2011
Lauri García Dueñas

Nunca pido autógrafos, pero en la primera repisa de mi librera que contiene libros sin los que no puedo vivir, guardo en un papel rayado, de una vieja agenda, con la fecha 27 de diciembre en vertical, una frase que dice: “Para Lauri, con toda mi simpatía”.

La rúbrica está en lapicero negro, escrita con pulso tembloroso y letras como patas de araña pegadas con resistol.

Nunca lo conocí en persona. Tanto hubiese querido visitarlo en su casa de Santos Lugares como lo hizo Carlos, hace unos años, cuando consiguió para mí el autógrafo.

La historia habría empezado cuando mi profesor de letras del bachillerato me dejó leer “El túnel” y me identifiqué con ese amor enfermizo que uno desarrolla indefectiblemente antes de cumplir los veinte años.

Siguió cuando Sergio me contó con detalles, emocionado, a bordo de la ruta 44 que nos llevaba de la universidad a Metrocentro, el primer capítulo de “Sobre héroes y tumbas”, “La princesa y el dragón”, y conocí de su boca la angustia de Martín y la voluptuosa maldad de Alejandra.

Leí esa novela a los 20 años, la edad de la herida blanca cuando uno todavía es inocente. Decir que cambió mi vida no es un lugar común. Estudiaba periodismo y escribía poemitas en mi libreta, pero saber de un hombre que había dejado la gloria de la ciencia por el tormento de la literatura marcó mi deseo de no hacer nada más en la vida que escribir.

Luego encontré en una feria del libro un libro que presté, no sé por qué ni a quién, con las cartas que Ernesto le dedicaba a un joven escritor. No recuerdo las palabras exactas, pero sí el mandato siguiente que me ha perseguido muchos años: Guarda la idea en tu cabeza, no la escribas, deja que la idea crezca y te atormente hasta que no puedas más que escribirla o morir. La literatura se convierte así en una necesidad fisiológica.

También, afiebrada por “Sobre héroes y tumbas”, bovarista, queriendo ser la terrible y hermosa Alejandra, que desprecia el amor abnegado de Martín y cultiva una relación siniestra con un hombre mayor, me puse a leer “Abaddón el exterminador”, un texto absolutamente barroco y para ese entonces ininteligible para mí.

Hace poco, porque la casualidad no existe, Gabriel Sierra me prestó un libro que quisiera no devolverle, “Cuentos que me apasionaron I”, publicado en 2006, y que contiene los cuentos favoritos que Ernesto selecciona y prologa para las jóvenes generaciones. Ahí leí “Encender un fuego” de Jack London y conocí a Katherine Mansfield en “La casa de muñecas”. Dos cuentos magistrales, que cualquier ser humano en el mundo debería leer antes de abandonar esta Tierra.

Como una premonición, hace unos días encontré en el comedor del campamento de nuestro festival de poesía en Sinaloa, México, un libro que alguien había olvidado. Era una edición hermosa, antigua y maltratada, de “Uno y el universo”.

Cuando el maestro Goyito se quejó del hurto, yo no pude más que devolverlo, pero de premio me prestó el libro de ensayos para que lo leyera. El maestro me señaló con el dedo el apartado de poesía pura y en el prólogo entendí cómo uno cambia de ideas a medida que crece, pero no de principios.

La escritura de Ernesto me ha acompañado muchos años y, ante nuevos maestros, siempre defiendo mi vehemente admiración y fanatismo. Lo amé y lo amo, de una forma en que no siempre logro explicar a quienes no lo han leído.

Ayer, sábado 30 de abril, me enteré de su muerte a los 99 años, en su casa de Santos Lugares, a las afueras de Buenos Aires, producto de una bronquitis, luego de años de haber padecido una progresiva ceguera, que le impidió escribir y leer, pero no pintar.

Esta aparente casualidad nos hace recordar el mejor relato paranoico que pueda haberse escrito en la historia de nuestra lengua: “Informe sobre ciegos”, contenido en “Sobre héroes y tumbas”. Desconfío de los ciegos desde que lo leí.

Al enterarme de su muerte, frente a mi computadora, escandalosa como soy, grité un desgarrador “nooo” que se escuchó por todo el departamento. Fui a decirle a Mauricio lo que había pasado, y me abrazó mientras me enjuagaba un par de lágrimas gordas. Me dolía el corazón, la boca del corazón. Sentí un hoyo en la mitad de la vida y, de alguna manera, sé que perdí a uno de mis padres.

Fui al librero, hojeé sus libros. Saqué la página rayada con su autógrafo. “Para Lauri, con toda mi simpatía”.

Cómo llegó ese autógrafo hasta mi departamento en México es una historia que me gustaría contar ahora. Hace algunos años, le comenté a Carlos por qué Ernesto había cambiado mi vida, por qué quiero ser Alejandra y le intenté explicar la vehemencia que me producía su obra.

En un viaje, mi editor llegó a Buenos Aires y conoció a una joven poeta, amiga de Ernesto, y se dirigieron a su casa de las afueras. En la puerta, tuvieron que dejar a un cónsul, porque el escritor solo recibiría a jóvenes poetas, nada de políticos ni diplomáticos.

Carlos le llevaba un dulce de una panadería cercana, condición para entrar a su casa, y un lote de libros salvadoreños, a los cuales Ernesto les hizo mala cara. Ya no podía leer.

Le acababan de entregar una reedición de “Sobre héroes y tumbas”, de la cual, vanidoso, aseguró que era la mejor novela escrita en lengua española. Sabemos que sí.

Carlos le contó cómo conoció su obra gracias a mi vehemencia, y con mucha pena, le pidió un autógrafo para mí. Él aceptó, no sabemos por qué. Es el mejor regalo de mi vida.

Ahora lo tengo a mi izquierda mientras escribo esto que pretende ser un homenaje al hombre que me enseñó que la literatura no es un pasatiempo. O escribes o mueres, me repito.

Abro su novela, encuentro la siguiente frase y sé que no es casualidad: “Asombrosa lucidez la que tengo en estos momentos que preceden a mi muerte”.

Vuelvo a llorar.

Salve Ernesto Sabato. Viva siempre en nosotros.

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