Opinión /

A mi padre, Guillermo Manuel Ungo


Domingo, 27 de febrero de 2011
Carlos Enrique Ungo

Hace 20 años, en el Hospital Español, en el centro de la ciudad de México, mi padre se despedía de un sueño que había llevado consigo desde sus primeros años universitarios: un El Salvador libre, democrático, pluralista, equitativo y justo. Minutos antes de su segunda cita con el quirófano, cita que resultaría fatal, aún se reunía con políticos, sindicalistas, diplomáticos, guerrilleros y representantes de la sociedad civil, impartiendo consejos, compartiendo su visión política de la coyuntura actual de El Salvador y, quizá lo más importante, indicándoles a todos lo que para muchos era aún inconcebible, que el camino hacia la paz había comenzado y que esa marcha ya no tenía retorno. El 16 de enero de 1992, a menos de un año de su muerte, se firmaban en Chapultepec los acuerdos de paz que darían fin a doce años de conflicto armado.

Los recuerdos que tengo de mi padre son múltiples, y sería imposible tratar de plasmar en un pequeño escrito lo que representó y representa para mí, para mi familia y amigos cercanos. Su legado, su esencia y presencia impregnan de manera recurrente recuerdos y acciones del día a día, y quiero aprovechar un día como hoy para rendirle un pequeño homenaje, para compartir con ustedes, lectores de El Faro, un pequeño esbozo del hombre, del padre y del político que vivió y murió sirviendo desde sus más profundas creencias a su querido El Salvador.

Mi encuentro con la política ocurrió en 1972, en la época de la UNO (Unión Nacional Opositora), uno de los múltiples ejercicios de concertación en los que participó mi padre durante toda su vida pública. Durante esa década, los vientos de cambios golpeaban con fuerza las estructuras sociales y políticas del país, y la UNO representaba los anhelos de la clase media y trabajadora del país. El futuro se veía promisorio, las calles de la capital y los principales centros de población del país vivían manifestaciones multitudinarias con las banderas del volcancito (MNR), el pescadito (PDC) y el tecomate (UDN). Pero el sueño sería cortado de tajo por la maquinaria estatal: un gigantesco fraude electoral truncaba las esperanzas de paz del pueblo y marcaba un giro en los experimentos políticos y sociales a los que estábamos acostumbrados. Allí comenzó un torbellino de experiencias que nos cambiaron de tajo, y que marcaron y siguen marcando a millones de salvadoreños.

A pocos días del fraude y de la ola represiva que se desató en el país, mi padre tuvo que salir al exilio; regresando meses más tarde para proseguir con sus ejercicios de concertación y convencimiento. El decía que sólo “el diálogo y la negociación” evitarían una guerra civil, y casi 20 años después repetía con solemne convencimiento que sólo “el diálogo y la negociación” darían fin a la guerra civil que vivámos y que desgarró los cimientos de toda una generación.

Con una terquedad que lo caracterizaba cuando estaba seguro que hacía lo correcto, prosiguió enarbolando la bandera del diálogo participativo en los siguientes experimentos políticos en los que se vio inmerso: las elecciones del 77 nuevamente bajo el paraguas de la UNO, el Foro Popular en el 79, la primera Junta Revolucionaria de Gobierno en ese mismo año, y posteriormente como presidente del Frente Democrático Revolucionario, líder de la Convergencia Democrática y de la Internacional Socialista.

Después del fracaso de la primera Junta Revolucionaria de Gobierno y del asesinato de Monseñor Romero el país parecía condenado; sectores de la ultraderecha dinamitaron la imprenta de mi abuela materna, que administraba mi padre, enviándole uno de los muchos mensajes que recibió durante su carrera política y que indicaban que los espacios para el diálogo y la participación democrática en El Salvador no eran aceptables por la clase política en el poder.

El exilio nos desgarró a todos, sin embargo no desgarró la voluntad y convicción política de mi padre. Habiéndosele cerrado los espacios dentro del país, decidió abrir espacios en el exterior convirtiéndose en un embajador del mensaje de paz del pueblo salvadoreño. Día a día abogó por una solución política negociada al conflicto y no agotó esfuerzos por sentarse en la mesa de negociación con todos los sectores representativos de la sociedad salvadoreña. En su retorno definitivo al país comentó “hemos venido a poner nuestra contribución para lograr los objetivos populares de alcanzar una paz con justicia, una paz con libertad, una paz con democracia y una paz con soberanía nacional”, el mismo discurso que nunca se cansó de repetir.

Mi padre fue un soñador, un luchador, un real creyente en la participación popular y en el juego democrático; pero también fue un verdadero revolucionario que jamás claudicó a sus más profundas creencias. Logró servir a su patria sin descuidar a su familia; logró mantener la serenidad, el humor y la sonrisa en la época más oscura de nuestro país; cultivó amistades que todavía hoy, a veinte años de su partida, lo quieren y lo recuerdan; enfrentó enemigos políticos que a pesar de los tiempos de polaridad en que vivieron lo respetaron y admiraron. Quizá la prueba más vívida de lo que fue como hombre, padre, esposo, amigo y salvadoreño fue el recibimiento que le dio su patria para brindarle los últimos honores. Allí estuvieron casi todos, diciéndole adiós al revolucionario y al demócrata. Estoy seguro de que hoy, a 20 años de su partida, su recuerdo, su ejemplo y su legado permanecen vivos en el corazón de muchos salvadoreños. Estoy seguro que desde lo más alto sigue cuidando a este Pulgarcito de América para asegurarse que caminemos por el sendero de una paz verdadera, basada en la justicia y en la libertad, y que nunca olvidemos que “no se puede ser demócrata sin ser revolucionario ni se puede ser revolucionario sin ser demócrata”.

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