Opinión /

¿Democracia para qué?


Miércoles, 2 de febrero de 2011
Carlos Dada

Los resultados de la encuesta de Analítika que El Faro presenta esta semana confirman lo que ya se venía consignando en otros sondeos de opinión: a la mayoría de los salvadoreños la democracia les parece muy poco importante.

Apenas el 14 por ciento de la población cree que la democracia es el sistema preferible, y la abrumadora mayoría expresa que el sistema de gobierno no tiene ninguna importancia, sino su capacidad para resolver los problemas.

Es paradójico este resultado, habida cuenta de cuánto ha costado a este país tener democracia, después de siglos de control represivo y de gobiernos espurios y de proscripción de toda opción política incómoda para el binomio ejército-terratenientes. Ahora, que comenzamos a avanzar en democracia, ahora al salvadoreño eso le importa muy poco.

No es que quiera un gobierno autoritario. Es que no le importa, con tal de que quien gobierne le resuelva sus problemas.

La gran amenaza a la democracia no está hoy en las izquierdas o las derechas, como nos han repetido, desde sus distintas posiciones ideológicas, las dos extremas durante dos décadas. La gran amenaza está hoy en el avance del crimen organizado, en la inseguridad y en la pobreza. Mientras la democracia sea incapaz de resolver estos problemas, ¿por qué habrían de desearla los salvadoreños por encima de cualquier otro sistema?

Por supuesto, antes de esta pregunta habría que hacer otra: ¿Por qué no es capaz la democracia de resolver estos problemas? Y la primera respuesta lógica es: porque la democracia en El Salvador no se ejerce como se debe: como un sistema no solo representativo sino con reglas claras y respetadas, con instituciones y equilibrios y controles que permitan que el sistema funcione, que nadie abuse de él, que las instituciones y los funcionarios sirvan al Estado y no que se sirvan de él, que el Estado tenga suficientes recursos para garantizar los servicios básicos de los más necesitados y no que carezca de ellos por dejarles más a quienes más tienen.  Y por eso es que se necesitan instituciones sólidas y controles aún más fuertes, porque no se puede pretender que la democracia funcione si depende de la voluntad y la buena conciencia de los funcionarios o de los ciudadanos.

Hoy la democracia importa muy poco para aquellos salvadoreños afectados por el hambre, la enfermedad y la miseria; o porque su barrio es dominado por grupos de crimen organizado llamados ahora pandillas o maras que amenazan con violar a sus hijas o matarlos cuando regresan del trabajo. Hoy la democracia importa tan, pero tan poco, en comparación con estos problemas, que algunos incluso se expresan dispuestos a ceder a tentaciones autoritarias. 

Casi la mitad de los encuestados dicen estar dispuestos a apoyar un cambio de gobierno por la fuerza, en manos de militares, si los gobiernos civiles no son capaces de solucionar sus problemas.

Es esta la gran debilidad de la democracia salvadoreña: su incapacidad para resolver problemas fundamentales, y por tanto nutre, con las desesperanzas de los ciudadanos, los espejismos autoritarios.

Los resultados de esta encuesta deberían ser una campanada al sistema político. Si no aceleran la consolidación institucional y demuestran voluntad política para priorizar la solución de las demandas básicas de la ciudadanía; si no depuran sus propias filas y aceleran la depuración de todas las instituciones; si no se unen en torno a las cuatro prioridades nacionales (seguridad, empleo, salud, educación) y trabajan para que el Estado tenga capacidad financiera e institucional para atenderlas con efectividad, entonces el país corre el riesgo de abrir espacios a caciques y aventureros, que en nombre de la defensa del pueblo cancelen garantías, derechos y atropellen una democracia que es más útil de lo que ha demostrado hasta hoy.

Y con el acelerado avance del crimen organizado nos acercamos también rápidamente a esa encrucijada: o consolidamos el Estado o dejamos que alguien lo destruya, en nombre de la patria, aprovechándose de la desesperación ciudadana, que ya ha dicho claramente que no cree en la democracia si ésta no satisface sus demandas más urgentes. 

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