Opinión /

Marxismo y libertad II


Domingo, 3 de octubre de 2010
Álvaro Rivera Larios

No hace mucho, alguien que presume de conocer el marxismo en sus fuentes originales aseguraba en un artículo que la alienación es un rasgo típico de la sociedad capitalista. Ese juicio revela, entre otras cosas, la dificultad que tienen para captar el pensamiento de Marx y los problemas del marxismo quienes presuntamente mejor los conocen en El Salvador. Aunque fuese previsible teóricamente, la experiencia histórica ha confirmado que la alienación (ese estado de la realidad social en que las instituciones políticas y las relaciones económicas se muestran ajenas al “hombre”)  sobrevive y asume nuevos  rasgos ahí donde la propiedad privada desaparece y cede su lugar a la gestión estatal de los medios de producción.

En Marzo de 1966,  hubo en Moscú un congreso de sociólogos y filósofos (soviéticos, por supuesto) que tocaron, entre otros temas, el de la problemática de la alienación en el socialismo ¿Qué circunstancias históricas llevaron a una comunidad de científicos sociales tan ortodoxa como la soviética a plantearse este problema? ¿Por qué motivos un tema tan importante para el futuro de la política democrática socialista continúa siendo invisible para los intelectuales de izquierda salvadoreños? Con independencia de cuáles sean  nuestras respuestas, hay algo que está muy claro: los marxistas salvadoreños sienten pánico cuando deben aplicar su propia teoría en el examen de aquellas ideas, prácticas e instituciones que ha desarrollado la izquierda. Y esa actitud empobrece su praxis y el calado de su pensamiento. “Una sociología marxista a la altura del tiempo moderno tendría que ser capaz no sólo de suministrar un análisis real de la sociedad capitalista, sino también un análisis real de las formas sociales que se han originado a partir de las revoluciones inspiradas en el marxismo, pero que muestran rasgos más que problemáticos desde el punto de vista de la teoría marxista” (Tom Bottomore, La sociología marxista, pag.26, Alianza Editorial, Madrid, 1976). 

Recurriendo a subterfugios teóricos más propios de la escolástica medieval, cierta izquierda pretende eludir el lado oscuro de su experiencia histórica con un presunto retorno a la palabra indemne y no contaminada de Karl Marx (Lutero, frente a la corrupción institucional de la iglesia católica de su tiempo, también propuso un regreso al mensaje original de las sagradas escrituras). Pero “Querer reencontrar el sentido del marxismo exclusivamente en lo que Marx escribió, pasando bajo silencio lo que la doctrina ha llegado a ser en la historia, es pretender, en contradicción con las ideas centrales de esa doctrina, que la historia real no cuenta, que la verdad de una teoría está siempre y exclusivamente más allá, y es finalmente reemplazar la revolución por la revelación y la reflexión sobre los hechos por la exégesis de los textos” (Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, tomo 1, pag.19, Tusquets Editores, Barcelona, 1983). 

Más de alguno dirá, para refutarme sin necesidad de discutir, que los debates filosóficos son estériles, que lo  importante es la práctica que incide radicalmente sobre las condiciones materiales de vida de los explotados. Marx, sin embargo, no divorcia ese objetivo fundamental de la lucha por la libertad, es decir, de la lucha política de los oprimidos por trascender las condiciones económicas,  políticas y culturales de la alienación. A quien desee introducirse en los aspectos teóricos de este problema lo remito a un texto: “La alienación como fenómeno social”, libro de Adam Schaff editado por la Editorial Crítica en 1979.

Schaff, de forma indirecta, a través de un tema en apariencia tan abstracto, ponía en cuestión el pensamiento político ortodoxo de quienes gobernaban su país, la antigua Polonia socialista, a principios de los años 70 del siglo pasado. Y cuestionaba la ortodoxia de “los de arriba”,  por medio de un marxismo crítico. Su reflexión filosófica lo condujo a dos asuntos relacionados: la autogestión de los trabajadores  y la lucha permanente por nuevas formas de democracia en el mismo seno del socialismo ¿Por qué hablar de la autogestión de los trabajadores dentro de un Estado que se suponía que expresaba la voluntad política de los trabajadores asociados? Schaff no sugería directamente el abandono de la dictadura del proletariado ni la supresión del “partido”, pero planteaba en el fondo la necesidad de limitarlos y de enriquecer (frente a las deformaciones burocráticas y autoritarias del socialismo real) la práctica política marxista.

Dado que trascender el peso objetivo de un horizonte social alienado continúa siendo difícil ahí donde se construye el socialismo, resulta obvio que la libertad no está garantizada de forma automática en los terrenos de una revolución triunfante. Ante un problema tan complejo -desarrollar los marcos sociales de la libertad- muchos proyectos socialistas han fracasado, a pesar de que contaban con un apoyo social amplio y con teóricos y dirigentes de mucho talento. Tales fracasos no refutan a Marx necesariamente, pero como experiencia histórica algo tienen que decirle a una teoría marxista que, tal como reconoció Trotsky, necesita continuar desarrollándose. Y mucho más todavía si, como admite M. Rubel, es una teoría inconclusa (Maximilien Rubel, Marx sin mito, Ediciones Octaedro, Barcelona, 2003).

Hablamos, pues, de un fenómeno (la alienación en el socialismo) y de una teoría inconclusa (la de Marx) que debería de servirnos como herramienta para analizarlo. No son anticomunistas quienes hablan del estado fragmentario de “la teoría”. José Arico, uno de los más recientes traductores de Marx al español, aventura la hipótesis de que no fue la salud del filósofo la única culpable de que no terminase su obra magna, El Capital. Si no la dejó terminada, según Arico, fue debido a problemas teóricos que el autor no llegó a resolver (Presentación de K. Marx, El Capital, Libro I, capítulo VI, Siglo XXI, Madrid, 1973, p. X).

De cualquier manera, Marx nunca cumplió su promesa de hacer en folletos distintos e independientes, la crítica del derecho, de la moral, de la política, etc., y de exponer, por último, en un trabajo especial la conexión del todo, de las distintas partes entre sí (Karl Marx. Manuscritos de Economía y Filosofía, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 47). En un texto como El Capital no hay un desarrollo sistemático de la teoría de las clases sociales y del Estado en el modo de producción capitalista. Estamos ante una teoría fragmentaria, no un sistema cerrado y acabado de pensamiento, que debe enfrentarse a nuevas realidades y a fenómenos imprevistos: La planificación socialista, en la época de Stalin, trató a las personas como si fueran objetos y si algo caracteriza a la alineación es la cosificación de los seres humanos.  

Detrás de los lugares comunes del marxismo suele ocultarse una verdad: que algunas de sus tesis más obvias no están a salvo  de la polémica. Esto no debería suponer un problema para una ciencia, pero sí lo es para las visiones doctrinales y dogmáticas. Un lector, comentando la primera parte de este artículo, me recordaba que el marxismo veía la libertad desde una perspectiva social. Y es cierto, pero enunciar esa verdad sólo equivale a plantear los términos de un problema. Como ya lo dijeron Leszek Kolakowski y Adam Schaff, dos grandes filósofos que vivieron en la antigua Polonia socialista, Marx no diluye al individuo en la especie, su enfoque sociológico macroestructural no sacrifica a la persona, a Marx  le interesa que “el proletariado” asuma el control político y suprima aquellas circunstancias sociales que impiden el desarrollo colectivo  y que, por ende, también impiden la plena realización del individuo. A los ortodoxos siempre les ha interesado la primera parte de este programa de cambio, pero, dicho en forma elegante, han tenido serias dificultades para encontrar un equilibrio entre los intereses colectivos y los espacios legítimos de la libertad individual (no necesariamente individualista). Más adelante volveré sobre este tema que incide sobre la naturaleza de la democracia interna en el “partido” y sobre las relaciones entre el Estado y la “sociedad civil” en la construcción del socialismo.

Hablar de lo social en el marxismo es más problemático de lo que parece. Cuando se sustrae al individuo de las relaciones sociales que lo condicionan se fabrica una entidad abstracta, pero cuando se suprime de la clase social a los individuos concretos también se impone otra abstracción: la de un sujeto social homogéneo en el cual las personas y sus diferencias son un mero accidente, una apariencia. Ambas posturas, la del liberalismo cerrado y la del marxismo mecanicista, se saltan el problema de la difícil articulación dialéctica entre el individuo y la comunidad.

Al mismo tiempo que explica el mecanismo económico de las desigualdades sociales en el modo de producción capitalista, Marx expone con ironía las flaquezas y la retórica de la igualdad jurídica que pregonan los liberales. Su rechazo, sin embargo, no debe hacernos olvidar que la burguesía revolucionaria colocó en el centro del escenario una serie de valores y derechos (la igualdad, la libertad) que trascienden sus implantaciones fallidas. Marx, en este sentido, no niega los derechos humanos, niega su contenido burgués y el orden social que tal contenido vela y justifica. La obra del filósofo alemán puede verse como un replanteamiento radical de aquello que prometen y no logran cumplir los liberales: la igualdad y la libertad.

Una cosa es la crítica del individualismo y otra distinta es tirar el individuo, y el problema de sus derechos, al recipiente de la basura. Pero aquí que ya no basta con decir que el padre del materialismo histórico tenía una comprensión dialéctica de estos problemas, hay que traducir esa conciencia filosófica, en cada circunstancia histórica, a un plano político positivo; hay que darle a esa conciencia filosófica una expresión institucional donde se objetiven los intereses colectivos sin que ello suponga negar la riqueza de las diferencias y aportes personales.

Lo personal, el aporte creativo de los individuos, está presente en la historia del socialismo. Todas las influencias culturales y políticas que hicieron posible el marxismo no son una mera suma de ideas, valores y experiencias que se habrían amalgamado con independencia del talento teórico y creativo de Karl Marx. Sin el gran impacto de la revolución francesa y la expansión del capitalismo, sin el peso teórico de Smith y Ricardo, sin Hegel y la gran filosofía clásica alemana, sin los primeros socialistas y comunistas utópicos, Marx no habría sido posible. Pero también es cierto que sin Marx no habría sido posible el marxismo. Ese rasgo de autor en un pensamiento que ensalza lo colectivo, y que forma parte de una historia colectiva, apareció de nuevo en los marxismos de Lenin, de Trotsky, de Lukacs, de Gramsci.

Pero una teoría que asume conscientemente su destino político, su voluntad de estructurar la conciencia revolucionaria de los oprimidos, termina desempeñando funciones que, al mismo tiempo que la potencian, la limitan. Posee los rasgos de una ciencia social (un aparato conceptual cuyas explicaciones y predicciones se verifican en la experiencia), pero también alimenta una red de creencias, unos valores éticos y un espíritu ciudadano que proporcionan identidad y unidad de objetivos a grandes organizaciones sindicales y políticas. Para conservar la unidad ideológica y política de tales grupos, es necesario  ejercer una vigilancia y un control permanentes sobre las interpretaciones de la palabra de Marx. A partir de ese momento la suerte científica del marxismo queda expuesta, en gran medida, a los pactos y a las luchas políticas adentro de las organizaciones revolucionarias. Los radicales que hacían “política científica” legitimaron sus particulares aplicaciones programáticas invocando una presunta fidelidad  a las auténticas ideas de Marx. Estaban ellos, los verdaderos custodios de la ciencia revolucionaria, y estaban los otros, aquellos que se desviaban del auténtico marxismo. Figuras con personalidad teórica como Karl Korsch y Georg Lukacs fueron acusados de “herejes” (Lukacs tuvo que desdecirse de sus veleidades idealistas). Se podían hacer valoraciones personales, desde luego, siempre que se respetase la “doctrina oficial” impuesta y sancionada  por quienes tenían el control político e ideológico. No es casual que Korsch hablase de la “antigua Iglesia ortodoxa marxista” (Karl Korsch, Marxismo y filosofía, pág. 34, Editorial Ariel, Barcelona, 1978). Aprisionados tanto en la red doctrinaria como en la oscura lógica institucional, el pensamiento metódico y  el debate profundo que caracterizarían a una ciencia y a una política basada en la razón se vaciaron de contenido y se convirtieron en un campo minado. Esa rigidez que limitaba y empobrecía a la ciencia, a costa de mantener la unidad de sentido y de acción, también era una camisa de fuerza que aprisionaba a la vida y aplastaba al militante como persona.

Lenin y Kautsky, Bujarin y Gramsci, Trotsky y Stalin, invocando su particular visión de los principios generales del marxismo, ejemplificaron otra verdad universal: que la palabra de Marx se  bifurca siempre en diversas interpretaciones y aplicaciones. Esa diversidad que debería enriquecerla, y que de hecho la ha enriquecido, se convierte en un problema ahí donde los diseños institucionales revolucionarios imponen de forma mecánica y vertical la unidad ideológica y política. Si una elite adentro de la organización monopoliza durante un largo periodo los puestos de mando y la conducción ideológica, es bastante probable que cualquier interpretación autónoma o personal que surja de la base sea entendida como un cuestionamiento al poder y a la línea política de “la dirección”.  

Las discrepancias prácticas e interpretativas en el interior de la izquierda demuestran que la dialéctica continúa viva en el interior de las organizaciones radicales. Quienes atizan la lucha de clases para erradicar algún día las clases sociales padecen en el interior de sus organizaciones otros tipos de lucha.  La pregunta que surge es si la lógica que domina estos conflictos queda iluminada si uno la clasifica como un capítulo más en la historia de la lucha de clases. Stalin, que por medio de Ramón Mercader  le destrozó el cráneo a Trotsky, aseguraba que el de Trotsky era el cráneo de un pequeño burgués contrarrevolucionario. Años después, en El Salvador, sus mismos compañeros de lucha revolucionaria acusaron a Roque Dalton de ser un aventurero disgregador y pequeño burgués, y le pegaron un tiro. Ambas muertes, la de Trotsky y la de Dalton, demuestran lo mal que la izquierda interpreta a veces sus discrepancias y lo difícil que resultan los acuerdos unánimes a la hora de aplicar los principios  de la ciencia revolucionaria en circunstancias históricas concretas.

Por reducir  todo conflicto a una visión  economicista de la lucha de clases, la izquierda histórica no dispuso de una teoría y una política adecuadas para gestionar sus propios enfrentamientos y desacuerdos. Y es que no basta con repudiar los métodos con que Stalin resolvió las discrepancias en el interior del partido comunista de la extinta Unión Soviética, hay que desarrollar una teoría compleja sobre el conflicto social en los procesos de construcción del socialismo, pero esto exigiría pensar la sociedad civil más allá de la perspectiva de la demolición del capitalismo. Hay que pensar lo que Gramsci no pudo llegar a pensar, porque a lo mejor desconoció la magnitud del daño estalinista: ¿Cuál sería el destino de una sociedad civil viva y relativamente autónoma en el proceso de construcción del socialismo?

La crítica “realista” de Marx puso en tela de juicio la construcción social de la libertad que proponían los liberales. La perspectiva social del marxismo, a pesar de sus verdades, tampoco es perfecta. Paradójicamente, la izquierda ha tenido dificultades teóricas para enfocar la complejidad de lo social y, por ende, también de la libertad. En algunas variantes ortodoxas del marxismo lo social se haya tan subsumido bajo categorías económicas y políticas que acaba por convertirse en una dimensión fantasma. Los clubes de amantes de los pájaros, los grupos de gays y lesbianas, el movimiento feminista etcétera, durante mucho tiempo no tuvieron entidad propia para la izquierda oficial, a esta le bastaba con ubicarlos y explicarlos dentro de la gran taxonomía de la estructura de clases y sus conflictos de intereses, toda su particularidad se la tragaba la determinación socioeconómica más general. Los homosexuales, por ejemplo, si no los excluían y encarcelaban, podían militar dentro del sindicato o el partido para defender los intereses de los oprimidos, pero la discriminación particular que ellos padecían no entraba en el horizonte general de la lucha. La clase social existía, el homosexual como individuo y como grupo era invisible. A menudo se habla de las insuficiencias de la teoría política marxista, pero nunca se menciona lo chata, pobre y esquemática que ha sido hasta ahora su “sociología”. Ya no basta con decir que interviniendo sobre las estructuras generales  de la explotación y la opresión, el bienestar material y la libertad serán universales. En este razonamiento las necesidades son abstractas y no se contemplan los problemas que tienen ciertos grupos e individuos para estructurar con libertad  modos personales y racionales de vida que no impugnan necesariamente los intereses colectivos.

Un lector me recordaba que el Marxismo era también “lucha de clases” y no se lo niego, solo apunto que este aspecto fundamental de la práctica y la teoría radical debe incluirse ahora en una teoría más compleja del conflicto social, una teoría donde no se niegue la posibilidad de un desacuerdo justificado entre el individuo y el poder democrático. El reconocimiento de las desavenencias y el conflicto racionales dentro del proceso de construcción del socialismo, hecho  negado por la fraternidad  revolucionaria impuesta oficialmente por el marxismo ortodoxo, debe ir acompañado por un debate profundo sobre la necesaria autonomía relativa de la sociedad civil. Esta reflexión obliga a buscar  espacios adentro y afuera  de las instituciones revolucionarias para la libertad de conciencia, expresión y asociación, espacios tolerados y regulados donde se admita la pluralidad.

No confundamos el pluralismo con esa postura relativista en la que todas las opiniones políticas valen lo mismo, veámoslo como la aceptación de una realidad  (la diversidad de pareceres y los conflictos de opinión) y como el reconocimiento jurídico de la libertad de opinar y discrepar. Un buen argumento para aceptar esta circunstancia dentro de la izquierda radica en el hecho de que el marxismo (tal como han dicho Trotsky, Rubel y Labica) es una ciencia imperfecta e inconclusa  y en la que, por lo tanto, algunas interpretaciones y aplicaciones pueden ser objeto de discrepancias legítimas. Para superar el estado de las opiniones enfrentadas  se puede recurrir a la fuerza, tal como hizo Stalin, o  se pueden delimitar espacios autónomos para la investigación que no supediten de forma autoritaria la ciencia social a la política. Además, se pueden fijar procedimientos para debatir, negociar y alcanzar acuerdos sin necesidad de eliminar al disidente o romper las instituciones. El disidente, como afirma el gran John Stuart Mill, puede tener la razón o estar equivocado, pero en cualquier caso obliga a la mayoría a reflexionar de modo más profundo sobre sus principios y a defenderlos mejor. Una organización sin tendencias ni diferencias acaba burocratizando su pensamiento.

Más que citar a Marx, la izquierda ortodoxa lo recita y lo recita mal. Es cierto que el pensador alemán cuestionó las libertades atomizadas del individualismo liberal y expuso los datos crudos de la realidad capitalista que mostraban lo ilusoria que era la vigencia de los derechos humanos en la sociedad burguesa. Pero eso no significa que en nombre de los productores asociados, Marx despreciase la legítima libertad de conciencia y de expresión del individuo. En plena posesión de todas sus facultades, habiendo superado junto a los demás hombres las complejas dimensiones de la alienación, el individuo sólo alcanzaría la libertad en la futura sociedad comunista. Bien, la izquierda ya no puede trasladar a un lejano futuro el análisis y solución de los problemas del individuo en el socialismo, ha de meditar los espacios en que una persona posee derechos que no pueden enajenarle ni el Estado ni una mayoría ciudadana.

Stalin de nuevo nos sale al encuentro para recordarnos que el respeto a la entidad de la persona no es una simple consigna burguesa, ni mera ideología. Stalin censuró, torturó y asesinó pasando por encima de la legalidad y la moral marxistas. Su caso ejemplifica cómo “los representantes directos” del proletariado, divorciados  de la base, pueden acabar negando la libertad, la dignidad y la vida de los mismos trabajadores. Alienada, separada de los de abajo, la dictadura del proletariado se convirtió -tal como predijo Bakunin-  en la dictadura del partido. El poder absoluto y arbitrario que desarrollaron en aquella época las instancias políticas de la revolución plantea la necesidad, por un lado, de limitar y controlar el poder del partido y la burocracia estatal y, por otro, de proteger las libertades y los derechos básicos de la ciudadanía en un proceso de cambio.

Las divergencias en la aplicación práctica de la ciencia revolucionaria no se solucionan invocando la unidad en torno a los principios generales: Stalin y Trotsky condenaban al Estado burgués;  Joaquín Villalobos y Roque Dalton justificaban la lucha de clases y la violencia revolucionaria. Tales acuerdos no impidieron que sus desavenencias se volvieran mortales ¿Cómo hacer para que las diferencias no sean un peligro para la unidad?

¿Cómo hacer para que la unidad no sea homogénea como un ladrillo sino que lo suficientemente rica y plural como para no expulsar los aportes originales del individuo concreto? La respuesta a estas dos preguntas solo podrá darse desde nuevos planteamientos políticos. De la calidad y profundidad de dicha respuesta quizás dependa el futuro del socialismo.

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