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Una dosis letal de pobreza

¿Qué hace un padre cuando tras un día de hambre sus pequeñines le ruegan por comida y él solo puede darles una mirada de amor y angustia? Segundo Siliézar pensó incluso en robar, pero se imaginó muerto o pudriéndose en una cárcel y desistió. Entonces recordó aquel cumbo plástico lleno con unas semillas que él mismo había comprado en 2008...

Lunes, 26 de julio de 2010
Daniel Valencia Caravantes, Diego Murcia

***

Irónicamente, en la casa de la familia Siliézar no había qué comer pero sí un cartel del Programa Mundial de Alimentos con consejos sobre la manipulación correcta de la comida.
Irónicamente, en la casa de la familia Siliézar no había qué comer pero sí un cartel del Programa Mundial de Alimentos con consejos sobre la manipulación correcta de la comida.

Cuando la vendedora del canasto entró al terreno de los Siliézar -un pedazo de tierra de 10 metros de ancho por 15 de fondo, con una champa de un solo cuarto en la que hay un fogón y tres camas para que duerman ocho personas-, Mima encontró a su amiga, Blanca Alicia Toj, terminando de lavar libra y media de un maíz blanco como la leche. Mima y Blanca Alicia ríen juntas desde hace cinco años, y cuando se encuentran en este lugar, pactan un trueque de subsistencia que le permite a Mima no gastar en comida y a Blanca Alicia darle sabor al caldo: hojitas y hierbitas a cambio de tortillas y agua que recogen de las cantareras. La tradición se repitió ese miércoles. Lo que Mima no supo sino hasta cuatro horas más tarde, es que el maíz que ella misma molió  todavía tenía impregnado el veneno con el que fue tratado hace dos años para evitar que las plagas lo dañaran. Las tres lavadas y la hervida que Blanca Alicia le había dado minutos antes servían, según los Siliézar, para conjurar la amenaza del veneno. Las semillas ya estaban despintadas de la tintura verde. Segundo había rogado a Dios que no les pasara nada.

Cuando la niña Mima regresó del molino con aquella masa, la sopa de arroz con hojitas de chipilín ya estaba en su punto. Así que las dos mujeres palmearon tortillas y se dispusieron a servir un almuerzo tardío frente a los ojos hambrientos de seis niños. Para los Siliézar, era el primer bocado del día. Para Mima y su hijo, pudo haber sido el último.

Segundo Siliézar, su esposa Blanca Alicia Toj y la niña Mima comieron dos tortillas cada uno, y una pupusa de cochinilla, una hierba que comen salvadoreños como los Siliézar para darle gusto a la masa simple. Alejandra, José y Gerardo Siliézar comieron tortilla y media cada uno. El hijo de Mima comió una; y los dos chiquitines, Álex y Juan Diego, calmaron su hambre con un plato de arroz aguado y media tortilla. Solo así Álex y Juan Diego dejaron de llorar, y Segundo Siliézar vio que lo que había hecho estaba bueno. Y seguía confiado en que Dios había escuchado su ruego.

—Como ya tenía dos años guardado... más las lavadas... pensé que se le había ido el veneno —dice ahora.

A  las 2:30 de la tarde, Segundo Siliézar bebió agua, se despidió de las dos mujeres y se fue con su cuma.

—Tenía una galladita —recuerda. Un kilómetro río arriba, en la comunidad Santa Rosa, trocearía un árbol caído a cambio de ocho dólares. Ese dinero hubiera significado el primer 'sueldo' que Segundo recibiría en todo el año. Ese dinero hubiera impedido que al día siguiente volviera a zumbar por su cabeza el cuervo negro que lo convenció de comer aquel maíz pintado de verde. Al salir de la champa, Segundo dejó a Alejandra, de 12; a José, de 10, y a Gerardo, de 8, jugando peregrina, al lado de la vía, junto al hijo de Mima. Se fue con esa imagen de sus hijos jugando después de ganarle una partida al hambre.

***

Mima se fue con su hijo de la casa de los Siliézar a las 3 de la tarde. Se marcharon rumbo a su casa en Tonacatepeque. El canasto iba más cargado: adentro iba un rimero de tortillas con una sustancia invisible llamada carbamato. El carbamato corría ya por la sangre de todos.

El carbamato es uno de los componentes químicos venenosos presente en tres de los 13 pesticidas más dañinos a la salud que se han usado, por décadas, en los cultivos de El Salvador y del resto de la región centroamericana. El carbamato es un nombre genérico para un grupo de químicos que en los humanos evitan las desconexiones neuronales, con lo cual el sistema nervioso entra en una fase de trabajo continuo. Con el sistema nervioso enviando señales continuamente a los músculos y órganos del cuerpo, se producen temblores, convulsiones y finalmente la muerte.

El carbamato con que se baña el maíz 'mejorado' (porque es una semilla de laboratorio usualmente con la virtud de ser más productiva) es un plaguicida que puede tener varios nombres comerciales. El que viajaba en el rimero de tortillas de Mima era de una semilla mejorada que Segungo compró en un agroservicio en 2008, cuando aún podía darse el lujo de comprar algunas cosas.

El año pasado, el Ministerio de Salud registró mil 639 casos de intoxicaciones en salvadoreños debido al uso de pesticidas. En la mayoría de los casos, la gente se intoxica por un descuido o por accidente o por ingesta involuntaria. La ingesta de los Siliézar, en cambio, fue voluntaria. Segundo recuerda que en más de alguna ocasión, en la misma cosecha en la que ocupó a las hermanas de las semillas que mataron a sus dos hijos, comió con las manos aún coloreadas con el verde de las semillas mejoradas y nunca le pasó nada.

—Por el sol, la deshidratación y el calor uno se atonta y se le olvida lavarse las manos. Pero si no era tan fuerte...

Orgulloso, Segundo dice que cuando compró esas semillas malditas que se comió, todavía tenía un empleo con el que mantenía a su familia. La libra y media de maíz que se comieron en aquel almuerzo fatal eran el remanente de ocho libras que compró en un agroservicio de San Martín hace dos años. En esta ecuación de pobeza, resulta irónico descubrir que por esas ocho libras pagó la misma cantidad que obtendría después de trocear el árbol: 8 dólares.

Hace dos años, Segundo Siliézar todavía recibía un sueldo de 180 dólares por portar una pistola y pararse 24 horas frente a una gasolinera en la carretera de oro. No tenía seguro de vida, no tenía prestaciones sociales, no tenía más que un ritmo de un día de trabajo y un día libre. Ese día libre se iba a cuidar la milpa, y al día siguiente regresaba a cuidar la gasolinera. Así los siete días de la semana los 12 meses del año. Así. Con ese ingreso alimentaba a sus siete hijos y a su esposa. Comían arroz, frijoles, tortillas, mora, chipilín. Siempre. Chile, de vez en cuando.

—¡Ella se metía dos platadas de arroz sancochado con mora! —recuerda Segundo, mientras señala la foto en la que aparece Alejandra, en una especie de altar construido para ella, para José y para Gerardo.

—¿Y José?

—Dos platadas cada uno. ¡Platadas galanas! “¿Y dónde te cabe eso, hija?”, le preguntaba. “¡Ay, papi, si la vida es comer!”, me decía ella. Y lo que le encantaba a ella era el chile. Bueno, a todos. Allá se iba con el hermano a juntar coritas en aquel piedrero, y ya regresaban con unos chilitos jalapeños. ¡Buenos para el chile!

Una vez al mes, Segundo ajustaba para “una pelota de gallina”. Cuando Segundo pronuncia esto, los ojos le brillan al recordar aquella bonanza. Una pelota de gallina al mes. Cuatro cuartos para nueve personas. Separada en porciones, apenas y les ajustaba. Pero todo acabó al finalizar la segunda mitad de 2008. Entonces, su hija mayor, Julia, consiguió trabajo como empleada doméstica y le ayudaba con lo que podía. Ella ganaba 60 dólares a la quincena y de ahí tenía que sacar para sus pasajes, su comida en la ciudad de Soyapango y su estudio de bachillerato. Con lo que le daba al papá, Segundo compraba un quintal de maíz que le aguantaba 20 días. Compraba dos libras de frijoles y estas morían de un día para otro. Poco a poco, Segundo se dio cuenta de que llegarían días en que solo tomarían una tacita de café amargo cada uno. Fue cuando aleccionó a Alejandra, José y Gerardo por primera vez: “Coman cuando hay, porque cuando no hay, sóquense la pita”, les dijo.

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