Opinión /

Días de guardar con Monsiváis


Lunes, 21 de junio de 2010
Miguel Huezo Mixco

Admiré a Carlos Monsiváis desde mis días universitarios. Cuando, muchos años más tarde, Alfredo Sevilla, a la sazón agregado cultural de la embajada de México, me pidió que lo presentara al público salvadoreño, aquello se convirtió en el evento más emocionante del año 2002, y vaya que ese año tuve muchas emociones.

Naturalmente, mi primer contacto con Carlos Monsiváis fue a través de sus libros. Estamos en los años 70. Ingreso a la pequeña librería Barataria, propiedad de Héctor Samour, y me topo con su libro 'Días de guardar'. Lo hojeo y descubro que estoy frente a un escritor muy distinto a los que había conocido hasta entonces. Es un volumen de crónicas de grandes eventos en la vida de México: días de luto y dolor, pero también de fiesta y desmadre. Monsiváis utilizó en el texto titulares de periódicos, pintadas callejeras, malcriadezas y fotografías. Crónica periodística y ensayo cultural; historia nacional y vida cotidiana; modos de vestir y conversaciones, todo a la vez.

Yo estaba sin trabajo. Me habían corrido de la Dirección de Publicaciones (DPI). Como no tenía dinero para comprar el libro, llegaba todas las semanas a leerlo un poco. Por suerte, una reina de belleza, compañera de aula que no iba tan bien en lingüística y cuyo nombre no revelaré, me pidió que le diera unas clases, y como pago le pedí aquel libro codiciado.

Así que ya se pueden imaginar lo que sentí cuando Alfredo me pidió aquel encargo. Para entonces, yo era el director de la DPI. El tiempo había volado. Así nos vamos al día 28 de enero de 2002. Monsiváis entró por la puerta del Museo Nacional de Antropología (MUNA) donde no cabía un alfiler. El autor de 'Escenas de pudor y liviandad' era como me lo había imaginado. Pequeño y robusto, de cara grande cuadrada. Una mezcla de Sancho Panza e ídolo azteca en saco. Le estreché la mano y subimos, yo detrás de él, al escenario.

Pues bien, hice la presentación de Monsiváis. Hablé de sus méritos y sus libros; y me tomé unos minutos para pedirle que pusiera todo su peso intelectual para llamar la atención sobre el drama de los migrantes centroamericanos en su paso por el territorio mexicano. Monsiváis pronunció una conferencia titulada 'Identidades y la cultura de la tolerancia', y se refirió a mi petición en términos muy cordiales. Al día siguiente, salimos a caminar por el centro histórico de San Salvador. En las librerías se llevó una tremenda frustración: se encontró con las novedades de los grandes consorcios editoriales, y poco o nada de Centroamérica. 'Aquí también se impone la dictadura del mal gusto', me comentó. Aquella jornada es unos de mis días de guardar favoritos...

Irónico, mordaz, antisolemne. Una colección de sus citas y comentarios, desperdigados en centenares de columnas, artículos, conferencia y libros, competiría con los, en general, ácidos comentarios de alguien como Oscar Wilde. Además, era una persona curiosa, hasta el morbo. Sus colecciones de dibujos, arte popular, chunches y caricaturas constituyen el patrimonio del Museo del Estanquillo que él fundó en la Ciudad de México.

Busqué de nuevo a Monsiváis cuando preparé la exposición retrospectiva sobre la obra de Toño Salazar para el Museo de Arte de El Salvador (MARTE). Le escribí preguntándole si tenía caricaturas del fructífero periodo mexicano de nuestro artista. Monsiváis conocía bien la trayectoria de Salazar. Se mostró interesado en adquirir algunas de las caricaturas que tenía en venta la viuda de Alvaro Menéndez Leal, pero al final la transacción no fue posible. Esto me dio oportunidad de mantener con él alguna correspondencia que, por supuesto, no conservo.

En 2008, volvimos a encontrarnos. Esta vez en Tijuana, en el borde la frontera con Estados Unidos. Estábamos allí para reflexionar sobre las migraciones latinoamericanas, y yo tenía una breve ponencia sobre las representaciones que se hacen de los centroamericanos en el infierno de la zona de Tapachula, una de las rutas obligadas de nuestros compatriotas, donde padecen cualquier cantidad de vejaciones y algunos encuentran la muerte. Monsiváis daba la charla inaugural. El gran auditorio del Colegio de la Frontera Norte (El Colef) estaba lleno de gente. Alguien nos dijo que Monsiváis había llegado. Me acerqué a saludarlo. Me preguntó qué hacía en Tijuana y le conté sobre mi charla. Para mi sorpresa, recordaba aquella interpelación que le hice en el MUNA. 'Sigues en eso, ya veo'. Tuvo todavía tiempo para decirme que finalmente había conseguido algunas caricaturas de Salazar, de José Juan Tablada y James Joyce. 'Tu paisano está en el Estanquillo -me dijo-. Alguna vez haremos algo especial sobre él'.

Esa vez habló, entre otras cosas, de cómo la tecnología está cambiando las mentalidades, y de cómo el chat y el correo electrónico están ayudando a recuperar el arte de la conversación, 'que no el de la ortografía', agregó. Nos hizo reir cuando dijo que pese a las grandes transformaciones que vive el mundo, el acto sexual sigue siendo muy tradicional. Decía cada ocurrencia y arrancaba aplausos. A sus reconocidas dotes de escritor habrá que agregar que además fue un particular orador. Apenas levantaba la vista de sus papeles, ni siquiera gesticulaba con las manos, pero conseguía conectar muy bien con la gente.

Ahora resulta que ha cambiado de domicilio. Si damos crédito a lo que se ha publicado, su última voluntad establece que sus cenizas sean regadas en el Zócalo de la Ciudad de México. Así que allí andará ahora, en medio de ese desmadre, como parte indisoluble de la biografía y el aire de México.

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