Buscarse la vida entre las cloacas
Rodrigo Baires Quezada. Fotos: Mauro Arias
Hay hombres y mujeres que viven de morirse todos los días en inmensas cloacas. Ahí, en esas tuberías abiertas con nombres oficiales de ríos, como el Acelhuate y Las Cañas, ellos sobreviven de los desperdicios de otros, de palear arena y de hacer sus siembras chapoteando entre aguas servidas.
Solo en San Salvador, el mapa de pobreza urbana da cuenta de 11 asentamientos precarios urbanos (aups) a las orillas del río Acelhuate. Son 4 mil 623 familias, un aproximado de 20 mil personas, viviendo al lado de los 7.4 kilómetros de un río con un agua que, según el ministerio del Ambiente, no permite el contacto con ningún ser viviente.
“Yo he visto cómo la gente se ha empobrecido, cómo ese río se ha maleado, cómo todo esto se ha arruinado porque nuestro pueblo lo arruinado todo y se ha arruinado a sí mismo”, dice Tomás Ramos. Desde 1954, él vive a la orilla del Acelhuate, en la comunidad Miraflores, uno de esos 11 aups que se detallan en el informe. Con los años, su casa solo fue una más de las 473 que crecieron en la zona y, desde noviembre pasado, una de las 32 que quedaron anotadas en el censo comunitario de casas destruidas por la correntadas que dejó la tormenta Ida.
“Tanto tienes, tanto vales; nada tienes, nada vales”, dice Ramos. Y él, según cuenta, tuvo de todo gracias al río Acelhuate. Pastoreando su ganado en las orillas del río, pudo mantener a sus diferentes matrimonios, hizo profesionales a sus hijos, se compró sus terrenos y le alcanzó hasta para los tragos del fin de semana. “Cuando estaba joven, era un lujo vivir en este río… Te daba de comer, te daba para vivir”, dice, se compone los botones de la camisa y se acomoda en el viejo sillón que está en el corredor que une los dos cuartos que conforman la casa donde ahora vive.
Desde donde Tomás Ramos está sentado hay apenas 25 metros hasta el río. Pero el ganado ya es historia. De las ocho cabezas que tenía en noviembre pasado, cuando Ida acabó con su casa, solo tiene dos bueyes, una vaca y un ternero amarrados en el patio. “Compré en estas tierras, porque estaba cerquita del río, porque podía llevar al ganado por toda la orilla”, dice.
En 1954, toda la orilla del Acelhuate era haciendas, potreros y zacatales. El río tenía agua suficiente. Ahí, Tomás, con 29 años a cuestas, se dio cuenta de que esas tierras eran para criar ganado. “Llegué a tener hasta 60, 70 cabezas… Y ahí iba con las vacas por toda la orilla… Pasteaban en Quiñónez o en la Gallegos, cuando no había comunidad ni nada; allá arriba, en las tierras que ahora son la Lamatepec y la Santa Marta”, recuerda.
La ciudad creció poco a poco. Hacia el oriente, las haciendas se convirtieron en colonias; al occidente, el capital se comió todas las tierras disponibles hasta llegar a las faldas del volcán de San Salvador. Pero todavía quedaban los potreros para sus vacas y el agua del río. La guerra, primero, y el terremoto de octubre de 1986, después, lo cambiaron todo. “Después del terremoto empezó a llegar más y más gente… Ya no había tren, y la gente se quedó ahí por las vías… Y el ripio, toda esa piedra que quedó de los edificios del centro, ahí nomás la vinieron a tirar… Ahí fue que la gente se empezó a acabarse el río”, afirma.
La gente de la que habla son los vecinos de abajo. Son los que se aprovecharon de los 10 metros de margen que dejaban las vías de un tren que ya no pasaba. Del pasado de esos terrenos solo quedó el nombre: “Comunidad Fenadesal”, un variopinto conglomerado de casas de ladrillo y lámina que están al final de calle principal de la Miraflores. A la izquierda, la Fenadesal Norte; a la derecha, hasta donde estaba el puente que se cayó con la tormenta Ida, la Fenadesal Sur.
Fue en esos años cuando sus vacas decidieron que el agua del Acelhuate no servía más. “Mire, el ganado puede ser remilgoso… Y si decían a no tomar agua del río, no la tomaban… Para entonces, todavía yo me bañaba ahí y no me pasaba nada”, dice Tomás, se compone sus lentes y se acerca como quien va a contar un secreto: “La suciedad del mismo pueblo fue la que ensució el río.”
Y los que tienen que trabajar en esas aguas, los basureros, los areneros y los mineros, están en el último escalón de la pirámide social de las comunidades que malviven en la orilla del río. Sobre ellos, están los que piden prestado dinero cada día para vender dulces en los buses, las canasteras de afuera de los mercados y hasta el que se va a sentar a la plaza Gerardo Barrios a rumiar su desempleo.
–¿Sabe lo que hace la gente que vive en los ríos de estas ciudades? -pregunta Tomás.
–¿Todos los ríos?... No…
–… Viven de poquitiar. De eso viven.
–¿Poquitiar?
–Antes se podía vivir de este río… vivir bien, pues. Hoy ya no se puede, el río ya no sirve…
“Poquitiar”, repito y Tomás se acomoda para seguir hablando.
Hoy no llovió, hoy no tocó río para José Isabel Meléndez. En la ecuación sencilla con que maneja su vida desde que llegó a la comunidad Fenadesal Sur, cuando no hay río no hay dinero. Entonces, como si de una resta simple se tratara: no hay comida. Por eso, en esos días, algo se tiene que inventar. Es la rebusca del que no tiene nada y busca lo poco, lo justo, aunque eso sea lo que dejan atrás, lo que “ya no sirve”, los desperdicios y la basura de otros. Y hoy, la rebusca necesitaba de una almágana y de pegarle duro a las columnas de lo que antes era una casa. De eso también se puede comer.
Meléndez gira su tronco con fuerza. Una cicatriz de 10 centímetros en su estómago sobresale entre los tres botones desabrochados de su camisa y hace una mueca fea, grotesca, imposible de ignorar. “Era un mal que tenía… Creo que hernia le decía el doctor”, explica apenado y luego regala una sonrisa amplia. “Me dicen que es por la fuerza que he hecho en toda mi vida… Usted sabe, siempre de mozo en la tarea, en el corte de caña… De eso trabajaba hasta que me vine aquí, a San Salvador… Aquí ya fue otra cosa, aquí ya fue la basureada en el río.”
“Basurear”. El verbo no existe en el diccionario. De estarlo, la definición daría cuenta de un salvadoreñismo, de la acción de buscar objetos de valor entre la basura. “Dende que me vine, ahí me meto en el Acelhuate… Ahí encuentro de todo”, dice Meléndez, y señala indiferente un tobogán de más de 15 metros de bolsas plásticas que cae desde la Miraflores hacia la orilla del río y sonríe satisfecho.
Para que la sonrisa perfecta se le convierta en dinero, en comida. Solo se tiene que pasar del otro lado del río. A esas alturas, el agua en el Acelhuate supera 16 mil veces la cantidad de coliformes fecales que debe tener el río, un indicador de la cantidad de heces y orina que en ellas hay, para que sus aguas pueda estar en contacto con un ser viviente. El agua tiene además plomo y cadmio, dos metales pesados que pueden provocar la muerte. Es un agua muerta y él camina en ella todos los días.
Si Meléndez quiere hacer un buen día necesita hacerse de hierro, de cobre o de bronce. Cuando no llueve, el río no tiene el caudal de agua suficiente para arrastrar bolsas enteras de basura, mucho menos metales. Acaso la fuerza de las aguas negras que descienden desde las colonias del sur de San Salvador solo llevan consigo algo de latas y plástico. De eso hay suficiente en el tobogán de colores plastificados que tiene frente a su casa.
–El trabajo miyo es de buscar botellas, plástico, hierro… Cualquier cosa para hacer mi vida -dice Meléndez.
–¿Cualquier cosa?
–Todo sirve… Y ahí hay de todo, de todo he sacado… Eso sí, nada de oro. Hay personas que hallan pulseras, anillos… Ahí los hallan… es el hambre que uno siempre lleva... pero yo, oro, nada…
–… Entonces, ¿no es minero, de esos que se meten de cabeza en el río?
–Yo no, nadar, no… yo solo la paso con el agua arribita de las canillas… Metiendo las manos… Y de eso es de lo que saco… Y como soy yo solo, porque ella, mi esposa, me falló hace como 12 años, de esos poquitos es que saco la vida.
En la mañana, Meléndez planificó su día: No llovió, no hubo repunta, no habría río. “Cuando llueve… Así es la tanatada que se saca”, dice y hace como que empuña un montón de cosas entre sus manos. Cuando llueve, los tres sacos que suele cargar resultan insuficientes. Uno es para el plástico; otro, para latas; y el tercero, para el hierro y los poquitos de cobre y bronce.
Con la fuerza de sus 72 años, José Isabel empuña la almádana, la balancea sobre el hombro derecho y la estalla sobre la columna de cemento. Da un golpe seco y otro hasta que queda al descubierto una varilla de hierro lánguida, oxidada, vieja. Tan vieja como la docena y media de clavos y tornillos que ha apuñado en un esquinita de lo que antes fue una pila. Todo tan oxidado que apenas podrían pesar tres o cuatro libras. Todavía falta mucho para juntar ese quintal de chatarra por el que le pagan entre 10 y 12 dólares.
En un día normal, camina un par de kilómetros río arriba. Otro par, río abajo. Siempre zigzagueando dentro de las aguas del Acelhuate. “La gente tira cosas que uno ocupa”, explica. La basura se deposita en la orilla, se atasca en las piedras, empujada por la fuerza de un agua que cambia de colores. Es agua gris, negra, verde o café, dependiendo de si sale de la tubería rota de aguas servidas y se desliza entre láminas corroídas frente a la comunidad Fenadesal Sur, o si es esa que corre libremente, o si es la que tiene uno, dos o varios días de haberse estancado y algo -cualquier cosa que se pueda imaginar- se pudre en ella.
“Es un agua mala”, dice. “Es un aguademierda”, pienso yo. “Si fuera por mí, no me metiera en ella… Pero hay que pasar de un lado a otro... hay que meterse a ver lo que uno encuentra y llenar los sacos”, dice. Sus cuentas son sencillas: un quintal de hierro, 25 libras, son 10 dólares. Una libra de bronce, 1.40; una de cobre, 2.40. Las latas y el plástico, varían según la época. En tres días, se hace, fácil, de 15 dólares. Si trabaja todos los días del mes, 150 dólares. “De lo que trae esa agua, como… Y por eso es que me meto en ella, aunque después me toque restregarme con el paste tres o cuatro veces para que se vaya ese olor… Es un olor chuquilloso.”
Si uno no está acostumbrado a ese olor, los primeros pasos a la orilla del Acelhuate se van intercalando con las ganas de vomitar. Un paso adentro, un salto entre las piedras en medio del río, y aparece la primera arcada. El segundo y se contrae el abdomen. Un tercero, un cuarto y es imposible no vomitar. Al fondo, un grupo de jóvenes se deshace en carcajadas. “¡Ya se va a acostumbrar, maestro!”, grita uno de ellos. Pero sin la necesidad punzando en el estómago, no hay por qué acostumbrarse al olor fétido ni mucho menos meterse en esa aguademierda. No lo hacen ninguno de los muchachos que ríen a las orillas del Acelhuate, tampoco la mayoría de gente que vive en la Fenadesal.
Ese es el olor que lo inunda todo en la Fenadesal, en la Independencia, en Altos del Bulevar, en El Granjero, en La Chacra, en la San Martín, en la Francisco Morazán, en la Lourdes, en El Coro, en El Paraíso... en cuanta comunidad se haya asentado en las orillas del Acelhuate o de cualquier río que en algún momento le dio vida a lo que en este país se llama ciudad. “Uno se curte… Con las primeras lluvias, el olor se vuelve peor… como que se revuelve todo en el fondo del río y apesta más… Pero las primeras lluvias son las que traen más basura, más cosas que sacar… entonces, uno no puede quedarse en la casa, sino no se come… Y entonces, hasta arena se busca… la poquita que queda, porque en este río solo basura hay”, dice, alza el martillo y sigue en lo suyo.
La basura es poca en el río Las Cañas, a la altura de la lotificación Pradera I, en Ciudad Delgado. Quizás sea así porque todavía hay zonas despobladas en sus orillas, porque la gente todavía lo ve como una manera de vivir… de sobrevivir. Así, como lo fue el Acelhuate hace medio siglo, Las Cañas es territorio de la arena, en temporada de lluvias; de la cosecha y de la arena, en época seca. “Uno tiene tanto tiempo de patear el río que ya sabe cómo vivir con él”, dice Jesús Rivera, sonríe y habla de la experiencia de vivir 25 años con el río que sirve de cloaca gigante de gran parte de Ilopango, Soyapango, Ciudad Delgado y Apopa.
En verano, las playas del río se dividen para las siembras. Son cuadrículas de frijol, maíz, ejote, mora, rábano, chipilín o berro que se extienden por Las Cañas. Son los meses cuando no hay peligro de desbordamientos y que la cosecha está asegurada: los frijoles y el maíz, para consumo propio; el resto, se vende en los mercados. En temporada seca se pica con piocha los remansos libres de cultivos, se quitan las piedras y se encuentran lechos de una arena fina, lavada, de esa que gusta para hacer mezcla de repello. “Es arena cara… 14 ó 16 dólares por llenar un camión de ocho toneladas”, dice Jesús Rivera.
En lluvias, las primeras correntadas transportan la arena que se desprende río arriba, desde Ilopango y Soyapango. Si uno clava la pala en las orillas del río, en cuestión de hora y media pueden hacerse siete, ocho o nueve montículos de arena pesada, de esa que escurre agua por días. Más fácil es la que se encuentra en los islotes que inundan las crecientes. En ellos, sólo debajo de una capa fina de un sedimento verde-café -una mezcla de materia orgánica en descomposición- hay arena para llenar camiones y camiones.
Jesús Rivera barre con su pie derecho esa fina capa de podredumbre, esa que bien pueden ser restos de plantas y animales podridos, como heces fecales y orina, y una docena de moscas cafés alza el vuelo dejando al descubierto una arena negra con pedacitos minúsculos de piedra pómez. “De esto he vivido estos 25 años”, dice, sonríe, clava la pala con fuerza y unas gotas de agua de Las Cañas saltan hasta su cara.
“Es un aguademierda”, repito. Esa es el agua que pasa por 31 aups de cuatro municipios. Es el agua con la que tienen contacto 10 mil 176 hogares salvadoreños, un poco más de 45 mil personas. Lo confirmé una horas antes en la comunidad Monte Los Olivos, en Apopa, cuando Élmer Nerio me dijo que prefería sacar latas y botellas plásticas de las bolsa de basura de las casas de Popotlán 2 y de Valle Verde que meterse en el río Las Cañas. “Esa agua hasta las botas de hule pudre… No, yo prefiero esto otro… Es más… ¿cómo le digo?... limpio”, dijo y siguió en lo suyo, catalogando la basura en enormes sacos a fuera de su champa de cartón y lámina. Lo recuerdo y dibujo una cara de asco que no entiende para nada Jesús Rivera.
–Perdone, pero esta agua, ¿es agua sucia? -pregunto.
–Pues, a nosotros no nos hace daño.
–Pero… Va disculpar que se lo diga: ¡Esta agua tiene mierda, tiene basura, tiene de todo!
–Puede ser, pero no somos tontos… No tomamos de ella, sabemos… Allá, río arriba, hay una cañería… Grande, bien grande…
Arriba, en Soyapango, a la altura de la residencial Bosques del Río, una cascada de aguas negras cae libremente desde una tubería y rompe en espuma maloliente en el lecho de arena y piedra. 25 años atrás, los vecinos de Bosques caminaban hasta El Chorrerón, una caída de agua dulce en Las Cañas al lado de la colonia. Los que se acuerdan de esos años cuentan que la mitad del agua era caliente a puro sol; la otra, fría como hielo. Ahí se bañaban los cipotes, se regalaban besos y perdían pudores las parejas mientras las beatas, esas de cabeza tapada y que metían los pies en el agua caliente, lanzaban mirada de reproche a unos y a otros... Pero de eso, hace 25 años.
Hoy ahí solo están las aguas que nadie quiere, las que lavan los excusados, las espumosas que dibujan una “s” cerrada en los sifones debajo de los fregaderos y los lavamos de millares de casas de colonias, repartos y residenciales al sur de Soyapango. Es el agua sucia que dejó todo limpio atrás y que se suma a las de otras decenas de millares de casas, a las de un hospital cercano y a las de medio centenar de fábricas y empresas de Ilopango.
A eso le llaman desarrollo y lo venden como saneamiento. Es sacar las aguas sucias de las casas, pero se sigue haciendo bajo la lógica de “río arriba”: el agua que nadie quiere se va por el tragante y se hace invisible cuando se pierde en las cañerías. Es la lógica de “no me importa qué pasa después con esa agua porque ya no es mi problema, porque ya no está en mi casa”. Y tampoco parece ser problema de los que viven del otro lado de la calle, ni en la colonia de al lado, de nadie… Aunque el agua termine a pocos kilómetros de casa, en cloacas abiertas que en los mapas oficiales tienen nombres de ríos, riachuelos y quebradas.
Es un agua que superan 30 mil veces la norma establecida en El Salvador para coliformes fecales y que el agua sea apta para estar en contacto con un ser humano. Y esa es el agua que se empoza en los huecos que deja la pala de Jesús cada vez que hiere el manto de arena; la que baña sus pies y a la que le debe el café oscuro entre la piel y las uñas de ellos; la que resbala por el mango de la pala, moja sus manos y brazos; la que chispea sobre su camisa amarilla y forma pequeñas gotas en su rostro, en su bigote ralo y en su pelo engominado.
¿A quién le gusta vivir cerca de un río de agua maloliente y espesada a fuerza de heces, orina y basura podrida? A Jesús Rivera, no, pero la necesidad lo empujó a sobrevivir 25 años en esas aguas. Todo es cuestión de tiempo para que esa aguademierda macere cualquier cosa, para que curta la piel, las uñas, la nariz, el gusto, la vida. “Como le digo, a nosotros no nos hace daño”, dice y palea con fuerza. El camión apenas va por la mitad y hay que llenarlo todo, hasta más arriba de lo que señalan las paredes de la cama, para ganarse ocho dólares. “Este río, a pesar de todo, todavía da para que todos ganen un poco”, dice y sigue en lo suyo.
Dos camiones diarios, 16 dólares al día. Un poco menos de 100 dólares semanales, con lo que al mes casi duplica el salario mínimo. “Este río todavía da para que todos ganen un poco”, repite. Así ganan los ayudantes de los camiones, entre cinco y seis dólares por viaje; el camionero, cinco dólares si es empleado, el doble si el camión es propio; las alcaldías, un dólar por cada entrada al río; y el pandillero, uno o dos dólares en concepto de renta. “Todos ganan su poquito”, repito. “Siempre, poquitiar”
“Poquitiar” es trabajar duro para ganar poco, muy poco. Quizás lo suficiente para malcomer, para malvivir. De eso habla Tomás Ramos y no se deja nada guardado, como quien quiere contar todo lo que sabe y que nada se pierda. Y cuenta cómo la orilla del río se fue 15 metros hasta el fondo después de aquellas crecidas fuertes que trajeron las lluvias del huracán Fifí, en octubre de 1974, y el Mitch, 24 años después; cómo salieron y salieron las carretadas de arena para construir casas y casas por todo San Salvador; y como el Acelhuate, año con año, pasó de río a cloaca, a basurero y a olvido.
Eso último es lo que le molesta a Tomás: el olvido del río que tiempo atrás le dio la vida a la capital, el mismo que le dio una “segunda vida” a él. “El agua es vida… Donde hay agua, todo se puede hacer… Si lo suyo es el cultivo, el ganado, la construcción, lo qué sea, necesita agua”, dice y mira hacia el Acelhuate: “Pero este río, ya no sirve”. No miente, el ministerio de Medio Ambiente monitorea la calidad del agua del río en cuatro puntos de su cauce. Los cuatros salen con clasificación pésima, no apta para ser consumida, para riego o para ser ni siquiera tocada por el ser humano.
En 1539, cuando San Salvador no era San Salvador, acaso era un pequeño caserío, los primeros pobladores se situaron en la vera del Acelhuate. Habían llegado desde La Bermuda, lo que hoy es Suchitoto. Los había atraído el clima más fresco y el agua del río. Le decían La Aldea, y estaba ahí, justo entre las riegas del Acelhuate y la cuesta del Palo Verde, en lo que hoy es el barrio de Candelaria.
En esa época, las aguas del río todavía eran vida. La Aldea era productiva. Situada en una tierra llana y fértil, los pobladores recogían dos cosechas abundantes de maíz cada año. “Y mucho algodón, y bálsamo, y abundancia en frutos; hay muchas encinas, aunque de bellotas amargas que son buenas para los ganados; hay nogales y no viñas; hay cedros muy grandes y ceibos para canoas”, relató el cronista español Juan López de Velasco, en 1576. Y en las cercanías al río estaban los nacimientos de un agua tibia que se dejaba enfriar para beber; y en sus aguas, se sacaban pescados y funcionaban los molinos para granos y semillas.
El tiempo y “el pueblo”, como dice Tomás, todo lo cambió.
–Y se podía pescar… Había cangrejos, chimbolos y bastante pescado…
–¿Pescar en esas aguas negras?
–Eso fue cuando vine, hace 56 años. Es que le digo que las aguas eran otras… ¿No me ha estado escuchando?
–… ¡Aaaaah!, cuando eran limpias.
–Créame cuando le digo que yo soy viejo de vivir aquí… Quizás tenga 25 años de no ver cangrejos y pescados en ese río. Antes, uno le daba vuelta a una piedra y estaba el puñado de cangrejos… Pero ya con la suciedad del mismo pueblo, el Acelhuate se ensució…
–¿Y hoy la gente, como usted dice, "poquitea"?
–Sí, poquitea. Antes, vivía bien… Vaya a ver ahora: la gente no tiene nada por estos ríos. Ahí solo güisayote, rábano, chipilín y mora siembran; ahí andan sacando basura porque ya hasta la arena se la acabaron.
–No entiendo, hay gente que sigue viviendo de estos ríos...
–Cuando yo estaba joven, era un lujo vivir en este río… Te daba de comer, te daba para vivir. Hoy, se malvive… Antes, era otra cosa.
Antes, recuerda Tomás haber visto muchachos jóvenes, con el corvo y la pistola clavados en el cinto, bien montados en caballos que echaban chispas al galopar en las calles de tierra y piedra en la orilla. Entonces, la gente bajaba al río para dar de beber a sus animales, los mismos que les daban carne, leche y huevos. Y ahí, cerquita, estaban las tareas de frijol, maíz y maicillo. Ahí, cerquita, estaba el río. “¿En qué se tenía que gastar? ¡En nada, todo era estar cerca del río! Eso era la riqueza”, dice.
Eso, todo eso, era antes. Ahora, el agua no sirve. “Antes, era otra cosa. Ahora, vaya a ver: nada tiene la gente. Toda la riqueza del río se ha ido consumiendo hasta que la gente, esta gente que esté aquí en los ríos, no tiene nada… Esa es la pobreza de nuestro pueblo que arruina. Y el pueblo no aprende a que no tiene que arruinar lo que le sirve”, dice Tomás. “Recuerde, ‘tanto tienes, tanto vales; nada tienes, nada vales’. Ellos no tienen nada, no valen nada. Tome consejo, muchacho… Uno de viejo sabe lo que dice.”