Opinión /

Rebeliones y guerras literarias


Lunes, 19 de abril de 2010
Álvaro Rivera Larios

Me pregunto contra cuáles fantasmas y amenazas se bate aguerridamente Rafael Menjívar Ochoa en nombre de la literatura-literatura y en defensa de la joven poesía salvadoreña. Tal parece, si hemos de hacerle caso a Menjívar, que la literatura y los jóvenes poetas salvadoreños son objeto actualmente de una oscura y reaccionaria oposición, son víctimas de un complot orquestado por fuerzas enemigas del recambio generacional y de la modernización cosmopolita de nuestras letras.

No se les han visto las orejas ni los ojos a tales villanos (o villanas) ni se tiene clara noticia de cuáles son sus opiniones, pero Menjívar ya sabe con precisión qué oscuras y reaccionarias tesis defienden dichos agentes del oscurantismo y ya sabe, faltaría más, cómo rebatirlas. A ello se pone en un “lúcido” texto que lleva por combativo título un “De jóvenes radicales a viejos reaccionarios” (pueden leerlo en su blog “Tribulaciones y Asteriscos”). Da gusto leer la palabra “reaccionario”; últimamente, debido al influjo posmoderno, se utilizaba poco en el mundillo literario.

Dado que los demás somos un poquito “limitados”, Menjívar, de forma generosa por su parte, nos explica en su artículo qué es lo que pasa realmente con la nueva poesía salvadoreña. Sus intuiciones han sacudido el amodorrado horizonte de nuestra crítica. Muchos de ustedes pensaban que había una tradición poética en nuestro país, pero lo siento, no tengo más remedio que decirles que estaban equivocados. Lo dice Menjívar: no existe tradición poética en El Salvador. La producción nacional no es suficiente para generar una gran literatura. Pero como dice Menjívar, recuperando la retórica revolucionaria de los años 80: el cambio que viene, nadie lo detiene. Nuestra literatura dejará de ser localista y sólo será literatura-literatura ¡Bravo!

Ignoro qué viejo y reaccionario poeta les reprocha a los nuevos líricos que no se inscriban dentro de la presunta tradición poética salvadoreña. Ignoro también si alguien ha dicho que la presunta tradición poética de nuestro país es suficiente para formar a los jóvenes creadores de la actualidad. Estas ideas poco defendibles y de dudosa paternidad son las que Menjivar rebate.

Y comete dos errores: a) Reduce el campo de la discusión (un campo donde existen diferentes opiniones y matices) a un grupo de tesis burdamente simplificadas b) Como plantea mal el problema, se dedica a matar fantasmas y no da en el blanco. Incluso su estrategia para matar fantasmas es discutible. Su forma de poner en duda la tradición poética salvadoreña revela que desconoce su naturaleza y el papel que ésta juega (como influencia, horizonte de problemas y contrapunto)  para hacer comprensible el surgimiento de una nueva poesía. La tradición poética en El Salvador, desde mediados del siglo XX, ya es una tradición moderna, crítica: la generación comprometida ya no ve la obra de sus mayores como un modelo que deba imitar de forma obligatoria y pasiva. Roque y sus compañeros de generación, como muy bien sabe Menjívar, se abrieron a otras literaturas.   

Los asuntos son más complejos y los desacuerdos no pueden reducirse todos a una simple y maniquea oposición entre jóvenes radicales y viejos reaccionarios. Me parece estupendo que Menjívar defienda a los poetas jóvenes, lo que lamento es que no sepa plantear con más calma y lucidez éste problema.

Yo, por ejemplo, creo que existe una tradición poética en El Salvador (lo argumentaré luego), pero no considero que la calidad de la nueva poesía deba medirse por su pertenencia mimética a los estilos, voces y problemas que estructuran dicha tradición. Tampoco estimo que el panteón literario salvadoreño sea suficiente para nutrir por sí solo a un escritor (ni siquiera las grandes literaturas nacionales tienen un grado de autosuficiencia absoluta). Puedo defender una tesis, la de la existencia de una tradición poética en El Salvador, sin convertirla en canon obligatorio ni reducirla a una perspectiva estrecha y localista.

Evidentemente, la literatura salvadoreña actual se haya más abierta al exterior, pero no por causa de una determinada tendencia poética sino que por la misma dinámica de funcionamiento de las culturas regionales y nacionales y su  mayor inserción en un mundo globalizado. Esto es un hecho y a este proceso no puede oponerse un fantasmal grupo de escritores reaccionarios. La poesía reciente de algún modo expresa los flujos del cambio en una sociedad que, sin dejar de poseer una dinámica propia, se haya conectada a procesos históricos y simbólicos de carácter universal que la condicionan y estimulan. Estéticamente es plural, pero el pluralismo estético es un rasgo que comparten ahora muchas literaturas nacionales. Lo caracteriza la ausencia de una poética dominante (rasgo de la crisis del arte moderno, ideal que tuvieron los estetas románticos que hablaban de las bellezas y no de la belleza). Ahora coexisten en los ámbitos locales e internacionales diversas maneras de concebir y hacer la poesía. En España y Argentina, por ejemplo, conviven en el mismo espacio personas que escriben sonetos y personas que abrazan el dadaísmo, personas que hacen literatura-literatura y personas que continúan vinculando sus voces a un compromiso ético. Ese pluralismo es el signo de los tiempos. Se escribe sobre la flor pura y se escribe sobre los desechos, se escriben palabras diáfanas y se escriben versos turbios, se escribe acerca del cuerpo desnudo y se escribe de forma crítica acerca de la comunidad.

Ahora existe en el mundo del arte una especie de tolerancia liberal, un escepticismo, una renuncia a las posiciones univocas y cerradas que permiten la coexistencia de diversas formas de concebir el lenguaje literario y su lugar en el mundo. Este clima nuevo, favorable a la normalización de la literatura en un medio como el nuestro, tiene una historia compleja y no es el producto de la voluntad aislada de una serie de poetas jóvenes, ni podrá detenerlo un fantasmal grupo de escritores viejos y reaccionarios.

Los jóvenes creadores actuales en El Salvador gozan de la ventaja de una circunstancia histórica y cultural relativamente propicia para ellos. Sin embargo, y sin restarles meritos, ellos no son la única causa ni los únicos promotores del nuevo contexto.  La modernización y apertura de nuestras letras ha sido un largo proceso que comenzó el siglo pasado. Ahora vivimos una etapa particular más compleja y profunda de dicha modernización. Signo de ella, según Habermas, es la separación de ciertas esferas (lo político se separa de la religión y la moral, lo económico se instituye como un campo independiente de la política, la dimensión cultural del arte se establece como espacio y lenguaje autónomos en oposición a la moral, la religión y la ciencia). En ese sentido, el ideal de una dimensión independiente para lo literario, el ideal de una literatura-literatura, es una vieja promesa de la modernidad decimonónica que nosotros nunca hemos disfrutado y que recién ahora, tardíamente, comenzamos a vislumbrar. Roque Dalton, debido a las influencias románticas y hegelianas de su poética, fue crítico con esa noción de una literatura desgajada de la totalidad social. Su cuestionamiento del “fetichismo literario” convierte a Roque en uno de los críticos salvadoreños más activos del modernismo estético burgués. Ahora que tantos aplauden ingenuamente la llegada plena de la tradición vanguardista  a nuestras letras, sería bueno recordar que hay en Roque Dalton, uno de nuestros primeros poetas vanguardistas, una crítica lúcida de la modernidad literaria.

El romanticismo inició la búsqueda contradictoria de un arte que expresase la subjetividad del individuo, la cultura del pueblo y el espíritu de la época. Artistas y críticos de las primeras décadas del siglo XX cuestionaron la sentimentalidad romántica; a lo largo del pasado siglo perdió  fuerza la idea de una “estética nacionalista”. Permanece viva, sin embargo,  la idea de que el arte debe expresar su tiempo, su presente, su actualidad. El lenguaje del arte, según esta visión, ha de concordar con la flecha del tiempo: si no se mueve, envejece y se transforma en una lengua que ya nada dice a un público que vive en nuevas circunstancias, tiene nuevos problemas y manifiesta distintas actitudes y otra sensibilidad. En el deber de actualizarse de modo permanente, las poéticas románticas y vanguardistas asumen un postulado del historicismo: no hay valores atemporales, todos los valores son hijos del tiempo, de su tiempo, incluso los del arte. Si antes, el pasado y la excelencia justificaban una obra de arte, ahora es el presente quien la redime y fundamenta. Lo nuevo se opone a lo viejo, la ruptura se opone a la tradición. Ideas filosóficas respetables que con el tiempo han pasado a formar parte de nuestro arsenal de lugares comunes, de nuestra ideología de sociedades entregadas a un trabajo continuo de avance, de progreso. El arte nuevo tiene una filosofía de la historia que fue cuestionada a finales del siglo XX. El postmodernismo no solo cuestionó las filosofías de la historia marxistas y liberales, también puso en tela de juicio la filosofía de la historia de La Vanguardia artística, cuestionó la visión ingenua del arte nuevo.

Menjívar, en este caso, por su manera de conceptuar y plantear el problema (jóvenes creadores contra viejos reaccionarios) desde el punto de vista filosófico se comporta como un incorregible y viejo modernista.

La literatura salvadoreña actual se haya más abierta que en otras épocas de su historia, pero su cosmopolitismo no acaban de inaugurarlo los últimos creadores. Un poeta como Dalton, por ejemplo, ya era radicalmente cosmopolita en “Taberna y otros lugares”. Puede afirmarse que el proceso de modernización de nuestras letras se inició en el siglo XX. “Taberna” es un libro plenamente incorporado a nuestra tradición literaria y es un texto de carácter vanguardista que ya pertenece al horizonte de la cultura literaria salvadoreña de los años finales del siglo XX. Lo diré de otra manera: hay una zona de nuestra tradición poética que ya se explica por su integración en las corrientes modernas e internacionales de la literatura. Esa zona viene del mundo y se abre al mundo. La obra de Dalton no se explica tan sólo por la tradición local ni se queda en ella, Dalton fue influido por autores extranjeros y ahora su obra, por ejemplo, puede influir a un joven poeta argentino y lo influye porque la voz de Roque ya es universal y no localista. Ya existe una corriente abierta, cosmopolita en nuestra literatura. Lo universal, pues, hace mucho que está presente en nuestra tradición literaria. Dalton sería inexplicable sin Bretón y Vallejo. Kijadurías sería inexplicable sin Rimbaud. “Los estados sobrenaturales' y “Taberna” son frutos que pertenecen al árbol de una literatura cuyo lenguaje está abierto al mundo, porque vienen del mundo y van hacia el mundo, aunque mantengan nexos con nuestro país y ya formen parte de su historia literaria. Podríamos hablar de una tradición poética que ya se asume como tradición moderna, abierta, sin fronteras.

No tenemos una tradición poética homogénea, en nuestra cultura llevan años enfrentándose las poéticas vanguardistas y cierto regionalismo estético (Salarrué contra Menéndesleal). Ya el modo en que aparece y se plantea este enfrentamiento es un capitulo de una historia política y cultural que vincula a El Salvador con los avatares del planeta. El regionalismo fue un fantasma que recorrió América Latina en las primeras décadas del siglo XX. Sus expresiones concretas en nuestro mundo a veces nos hacen olvidar que se relacionan con ideas político-culturales de raíz europea. La oposición de un arte de raíces populares y locales a un arte elitista y universal ya aparece en autores como Herder y fue difundida como “motivo ideológico” por las variantes estéticas del nacionalismo romántico. Algunos románticos, por su crítica de la razón, pusieron de moda el interés por lo sobrenatural y por los saberes ocultos. Esos dos rasgos, la estética regionalista y el ocultismo, aparecen en una figura aparentemente tan provinciana como Salarrué. Incluso Salarrué, tan amante de lo local, no puede ser comprendido plenamente si se lo aísla de una historia de la literatura y del pensamiento estético globales.

Le hemos dado una historia local a conflictos estéticos y literarios acuñados y conceptuados en el exterior. El conflicto entre un arte regional y otro cosmopolita se difundió desde la Europa decimonónica a otras culturas del planeta y fue un capitulo cultural de la toma de conciencia de los países recién creados del nuevo mundo. Ese conflicto (entre lo universal y lo local) y otros más (poesía pura contra poesía comprometida, etcétera) forman parte de los nudos arguméntales de nuestra tradición, de que ahí que esta, por lo tanto, sea una tradición moderna.

La literatura salvadoreña no es un agregado de obras e individuos sin ningún nexo entre sí: entre las obras y sus autores se dan familias de problemas, estilos y poéticas. Dichas familias suelen enfrentarse: Salarrué se opuso a Menéndesleal, Dalton se opuso a los poetas que hacían literatura-literatura. Los escritores se van, pero sus discusiones se quedan, las heredamos al igual que heredamos sus obras. Menjívar, por ejemplo, pertenece a la familia de quienes promueven una literatura-literatura y habrá quien, desde posiciones cercanas a las de Roque Dalton, lo cuestione. Y cuando hablo de Dalton no me refiero a ese monigote que algunos han construido para deshacerse más cómodamente de él. El cuidado formal y la experimentación literaria no están reñidos con el compromiso político, Dalton lo dejó muy claro en un libro como “Taberna”. Pero nosotros seguimos hablando del asunto como si la excelencia literaria y el compromiso político se excluyeran mutuamente. Se puede amar la literatura, como Dalton lo hizo, sin necesidad de caer en el fetichismo literario. Se puede experimentar literariamente con cualquier tema, como hizo Dalton con nuestra historia en uno de sus libros más conocidos.

Menjivar entiende la tradición en su sentido ejemplar de colección de obras literarias excelentes que se transmiten como modelos imitables de una generación a otra en una especie de línea de continuidad. Dado que falta la excelencia (los grandes literatos son escasos en un medio como el nuestro donde abunda la mediocridad), no existe, por lo tanto, tradición y no hay razones para serle fiel, ahora, a ese conjunto de obras mediocres que nos legó el pasado. Aunque la tradición pueda ser vista como aquellas excelencias que una generación le transmite a otra, lo cierto es que su naturaleza es heterogénea: al lado de los escritores geniales siempre hay un conjunto de medianías e incluso de  malos creadores que gozan del favor popular. Y evidentemente, la calidad del conjunto siempre es relativa: algunos pueblos tienen la  tradición literaria que se merecen, tienen lo que hay.

Yo no me fijaría tanto en la calidad como en la existencia de un “conjunto de obras, temas, técnicas expresivas y estilos de origen popular y culto que conforman el pasado cultural, en cuyo contexto surge toda creación artística” (Demetrio Estébanez. C., Diccionario de términos literarios, Alianza Editorial). Ese conjunto heterogéneo de obras, temas, técnicas y estilos es un hecho, es el horizonte que hemos heredado del pasado y que, con independencia de que lo rechacemos o imitemos, nos influye como problema y como límite. Por una mala intelección de los temas e ideas que obsesionan a nuestra literatura, podemos tener una imagen distorsionada de cómo recibimos e interpretamos los libros que nos llegan del exterior. Traemos esos libros a nuestro contexto, a nuestro horizonte cultural, a las encrucijadas estéticas de nuestro mundo. Las diversas y enfrentadas poéticas y obras de arte que circulan en nuestro medio tejen una trama de oposiciones y dilemas que constituyen la plataforma, el horizonte, desde el cual nos abrimos a las influencias externas. Y aquí no abro juicios de valor.  Otro hecho que olvida Menjivar es que la tradición ya no es recibida ni imitada de forma pasiva por ningún poeta salvadoreño inteligente desde mediados del siglo XX. Con la generación de Dalton nuestra visión del pasado cultural se torna crítica, abierta, y lo que ya era una tradición poética moderna se transforma en una herencia cuestionada, debatida, discriminada, en un campo donde se dan serios enfrentamientos entre diversas formas de valorar y entender lo literario.

Muchos de los valores que Menjivar descubre en los poetas jóvenes ya están en Dalton. Otra cosa es que esos valores hayan alcanzado ahora mayor difusión y que ahora abordemos con más responsabilidad y cuidado el trabajo creativo. Cosa difícil ésta última para varias generaciones de poetas salvadoreños que se vieron arrastrados por la vorágine del enfrentamiento político y cultural. Muchos de los valores que Menjivar descubre en los poetas jóvenes ya están presentes en las obras de poetas como René Rodas, Miguel Huezo Mixco y Carlos Santos. Ni a René ni a Miguel ni a Carlos les quita el sueño Roque Dalton.

Aplaudamos la última poesía, pero ubiquemos su emergencia y sus problemas lejos de los planteamientos binarios, simplistas y maniqueos. Los extremos se tocan y algunos críticos se acaban pareciendo a esos oscuros fantasmas que combaten.

Ahora se plantea la lucha por la calidad y el oficio literarios, más allá de a dónde nos lleven nuestras disputas filosóficas acerca de la tradición y de lo nuevo. Los jóvenes tienen ante sí, la tarea romántica de expresar su época, una época que les es más favorable a ellos, como poetas, que lo que pudieron ser otros tiempos para otros creadores. Pero esa ventaja que hoy tienen deben capitalizarla, de alguna manera, no imitando sino que buscando salidas para sus voces personales y para los problemas que les obsesionan. No deberían perder el tiempo generalizando sobre la calidad media de las generaciones anteriores, deben enfrentarse a las cimas literarias modestas que les ha legado el pasado y que son parte de la aventura humana de la literatura en esta región del mundo. Esas cimas a las que deben enfrentarse, para superarlas en hondura, calidad e intensidad, son obras como “Los nietos del Jaguar”, “Taberna y otros lugares” y “Estados sobrenaturales”. Un poeta joven tendría que luchar por darnos libros tan buenos como esos; si fueran mejores, sería fantástico.

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mesa de la modernidad decimonónica que nosotros nunca hemos disfrutado y que recién ahora, tardíamente, comenzamos a vislumbrar. Roque Dalton, debido a las influencias románticas y hegelianas de su poética, fue crítico con esa noción de una literatura desgajada de la totalidad social. Su cuestionamiento del “fetichismo literario” convierte a Roque en uno de los críticos salvadoreños más activos del modernismo estético burgués. Ahora que tantos aplauden ingenuamente la llegada plena de la tradición vanguardista  a nuestras letras, sería bueno recordar que hay en Roque Dalton, uno de nuestros primeros poetas vanguardistas, una crítica lúcida de la modernidad literaria.

El romanticismo inició la búsqueda contradictoria de un arte que expresase la subjetividad del individuo, la cultura del pueblo y el espíritu de la época. Artistas y críticos de las primeras décadas del siglo XX cuestionaron la sentimentalidad romántica; a lo largo del pasado siglo perdió  fuerza la idea de una “estética nacionalista”. Permanece viva, sin embargo,  la idea de que el arte debe expresar su tiempo, su presente, su actualidad. El lenguaje del arte, según esta visión, ha de concordar con la flecha del tiempo: si no se mueve, envejece y se transforma en una lengua que ya nada dice a un público que vive en nuevas circunstancias, tiene nuevos problemas y manifiesta distintas actitudes y otra sensibilidad. En el deber de actualizarse de modo permanente, las poéticas románticas y vanguardistas asumen un postulado del historicismo: no hay valores atemporales, todos los valores son hijos del tiempo, de su tiempo, incluso los del arte. Si antes, el pasado y la excelencia justificaban una obra de arte, ahora es el presente quien la redime y fundamenta. Lo nuevo se opone a lo viejo, la ruptura se opone a la tradición. Ideas filosóficas respetables que con el tiempo han pasado a formar parte de nuestro arsenal de lugares comunes, de nuestra ideología de sociedades entregadas a un trabajo continuo de avance, de progreso. El arte nuevo tiene una filosofía de la historia que fue cuestionada a finales del siglo XX. El postmodernismo no solo cuestionó las filosofías de la historia marxistas y liberales, también puso en tela de juicio la filosofía de la historia de La Vanguardia artística, cuestionó la visión ingenua del arte nuevo.

Menjívar, en este caso, por su manera de conceptuar y plantear el problema (jóvenes creadores contra viejos reaccionarios) desde el punto de vista filosófico se comporta como un incorregible y viejo modernista.

La literatura salvadoreña actual se haya más abierta que en otras épocas de su historia, pero su cosmopolitismo no acaban de inaugurarlo los últimos creadores. Un poeta como Dalton, por ejemplo, ya era radicalmente cosmopolita en “Taberna y otros lugares”. Puede afirmarse que el proceso de modernización de nuestras letras se inició en el siglo XX. “Taberna” es un libro plenamente incorporado a nuestra tradición literaria y es un texto de carácter vanguardista que ya pertenece al horizonte de la cultura literaria salvadoreña de los años finales del siglo XX. Lo diré de otra manera: hay una zona de nuestra tradición poética que ya se explica por su integración en las corrientes modernas e internacionales de la literatura. Esa zona viene del mundo y se abre al mundo. La obra de Dalton no se explica tan sólo por la tradición local ni se queda en ella, Dalton fue influido por autores extranjeros y ahora su obra, por ejemplo, puede influir a un joven poeta argentino y lo influye porque la voz de Roque ya es universal y no localista. Ya existe una corriente abierta, cosmopolita en nuestra literatura. Lo universal, pues, hace mucho que está presente en nuestra tradición literaria. Dalton sería inexplicable sin Bretón y Vallejo. Kijadurías sería inexplicable sin Rimbaud. “Los estados sobrenaturales' y “Taberna” son frutos que pertenecen al árbol de una literatura cuyo lenguaje está abierto al mundo, porque vienen del mundo y van hacia el mundo, aunque mantengan nexos con nuestro país y ya formen parte de su historia literaria. Podríamos hablar de una tradición poética que ya se asume como tradición moderna, abierta, sin fronteras.

No tenemos una tradición poética homogénea, en nuestra cultura llevan años enfrentándose las poéticas vanguardistas y cierto regionalismo estético (Salarrué contra Menéndesleal). Ya el modo en que aparece y se plantea este enfrentamiento es un capitulo de una historia política y cultural que vincula a El Salvador con los avatares del planeta. El regionalismo fue un fantasma que recorrió América Latina en las primeras décadas del siglo XX. Sus expresiones concretas en nuestro mundo a veces nos hacen olvidar que se relacionan con ideas político-culturales de raíz europea. La oposición de un arte de raíces populares y locales a un arte elitista y universal ya aparece en autores como Herder y fue difundida como “motivo ideológico” por las variantes estéticas del nacionalismo romántico. Algunos románticos, por su crítica de la razón, pusieron de moda el interés por lo sobrenatural y por los saberes ocultos. Esos dos rasgos, la estética regionalista y el ocultismo, aparecen en una figura aparentemente tan provinciana como Salarrué. Incluso Salarrué, tan amante de lo local, no puede ser comprendido plenamente si se lo aísla de una historia de la literatura y del pensamiento estético globales.

Le hemos dado una historia local a conflictos estéticos y literarios acuñados y conceptuados en el exterior. El conflicto entre un arte regional y otro cosmopolita se difundió desde la Europa decimonónica a otras culturas del planeta y fue un capitulo cultural de la toma de conciencia de los países recién creados del nuevo mundo. Ese conflicto (entre lo universal y lo local) y otros más (poesía pura contra poesía comprometida, etcétera) forman parte de los nudos arguméntales de nuestra tradición, de que ahí que esta, por lo tanto, sea una tradición moderna.

La literatura salvadoreña no es un agregado de obras e individuos sin ningún nexo entre sí: entre las obras y sus autores se dan familias de problemas, estilos y poéticas. Dichas familias suelen enfrentarse: Salarrué se opuso a Menéndesleal, Dalton se opuso a los poetas que hacían literatura-literatura. Los escritores se van, pero sus discusiones se quedan, las heredamos al igual que heredamos sus obras. Menjívar, por ejemplo, pertenece a la familia de quienes promueven una literatura-literatura y habrá quien, desde posiciones cercanas a las de Roque Dalton, lo cuestione. Y cuando hablo de Dalton no me refiero a ese monigote que algunos han construido para deshacerse más cómodamente de él. El cuidado formal y la experimentación literaria no están reñidos con el compromiso político, Dalton lo dejó muy claro en un libro como “Taberna”. Pero nosotros seguimos hablando del asunto como si la excelencia literaria y el compromiso político se excluyeran mutuamente. Se puede amar la literatura, como Dalton lo hizo, sin necesidad de caer en el fetichismo literario. Se puede experimentar literariamente con cualquier tema, como hizo Dalton con nuestra historia en uno de sus libros más conocidos.

Menjivar entiende la tradición en su sentido ejemplar de colección de obras literarias excelentes que se transmiten como modelos imitables de una generación a otra en una especie de línea de continuidad. Dado que falta la excelencia (los grandes literatos son escasos en un medio como el nuestro donde abunda la mediocridad), no existe, por lo tanto, tradición y no hay razones para serle fiel, ahora, a ese conjunto de obras mediocres que nos legó el pasado. Aunque la tradición pueda ser vista como aquellas excelencias que una generación le transmite a otra, lo cierto es que su naturaleza es heterogénea: al lado de los escritores geniales siempre hay un conjunto de medianías e incluso de  malos creadores que gozan del favor popular. Y evidentemente, la calidad del conjunto siempre es relativa: algunos pueblos tienen la  tradición literaria que se merecen, tienen lo que hay.

Yo no me fijaría tanto en la calidad como en la existencia de un “conjunto de obras, temas, técnicas expresivas y estilos de origen popular y culto que conforman el pasado cultural, en cuyo contexto surge toda creación artística” (Demetrio Estébanez. C., Diccionario de términos literarios, Alianza Editorial). Ese conjunto heterogéneo de obras, temas, técnicas y estilos es un hecho, es el horizonte que hemos heredado del pasado y que, con independencia de que lo rechacemos o imitemos, nos influye como problema y como límite. Por una mala intelección de los temas e ideas que obsesionan a nuestra literatura, podemos tener una imagen distorsionada de cómo recibimos e interpretamos los libros que nos llegan del exterior. Traemos esos libros a nuestro contexto, a nuestro horizonte cultural, a las encrucijadas estéticas de nuestro mundo. Las diversas y enfrentadas poéticas y obras de arte que circulan en nuestro medio tejen una trama de oposiciones y dilemas que constituyen la plataforma, el horizonte, desde el cual nos abrimos a las influencias externas. Y aquí no abro juicios de valor.  Otro hecho que olvida Menjivar es que la tradición ya no es recibida ni imitada de forma pasiva por ningún poeta salvadoreño inteligente desde mediados del siglo XX. Con la generación de Dalton nuestra visión del pasado cultural se torna crítica, abierta, y lo que ya era una tradición poética moderna se transforma en una herencia cuestionada, debatida, discriminada, en un campo donde se dan serios enfrentamientos entre diversas formas de valorar y entender lo literario.

Muchos de los valores que Menjivar descubre en los poetas jóvenes ya están en Dalton. Otra cosa es que esos valores hayan alcanzado ahora mayor difusión y que ahora abordemos con más responsabilidad y cuidado el trabajo creativo. Cosa difícil ésta última para varias generaciones de poetas salvadoreños que se vieron arrastrados por la vorágine del enfrentamiento político y cultural. Muchos de los valores que Menjivar descubre en los poetas jóvenes ya están presentes en las obras de poetas como René Rodas, Miguel Huezo Mixco y Carlos Santos. Ni a René ni a Miguel ni a Carlos les quita el sueño Roque Dalton.

Aplaudamos la última poesía, pero ubiquemos su emergencia y sus problemas lejos de los planteamientos binarios, simplistas y maniqueos. Los extremos se tocan y algunos críticos se acaban pareciendo a esos oscuros fantasmas que combaten.

Ahora se plantea la lucha por la calidad y el oficio literarios, más allá de a dónde nos lleven nuestras disputas filosóficas acerca de la tradición y de lo nuevo. Los jóvenes tienen ante sí, la tarea romántica de expresar su época, una época que les es más favorable a ellos, como poetas, que lo que pudieron ser otros tiempos para otros creadores. Pero esa ventaja que hoy tienen deben capitalizarla, de alguna manera, no imitando sino que buscando salidas para sus voces personales y para los problemas que les obsesionan. No deberían perder el tiempo generalizando sobre la calidad media de las generaciones anteriores, deben enfrentarse a las cimas literarias modestas que les ha legado el pasado y que son parte de la aventura humana de la literatura en esta región del mundo. Esas cimas a las que deben enfrentarse, para superarlas en hondura, calidad e intensidad, son obras como “Los nietos del Jaguar”, “Taberna y otros lugares” y “Estados sobrenaturales”. Un poeta joven tendría que luchar por darnos libros tan buenos como esos; si fueran mejores, sería fantástico.

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