Opinión /

¿Miseria de la historia o del historiador?


Domingo, 29 de noviembre de 2009
Álvaro Rivera Larios

Pido disculpa a los lectores por reincidir en uno de mis temas favoritos. Ya estaba a punto de abandonarlo, pero un oportuno artículo de Ricardo Ribera me hace volver sobre mis pasos. Lo hago con una mezcla de placer (en las polémicas se mezclan el pensamiento y la adrenalina) y necesidad (hay temas importantes que nunca se agotan). Además, es un placer debatir con una persona a quien le gustan las palabras y los juegos conceptuales, es un honor discutir con uno de mis articulistas favoritos, con Ricardo Ribera. Ricardo es un ejemplo de cómo los historiadores pueden valerse de la retórica, de la buena y de la mala.

Si este fuera un juicio, las palabras que me dedicó Ribera serían un testimonio en mi contra y en favor de la otra parte. Como él mismo lo confiesa: es amigo de Aquiles Montoya y, por lo tanto,  su visión del asunto no es del todo equilibrada. No acude a este debate como un testigo independiente, interviene en favor de la presunta víctima y eso se nota en lo que dice y en lo que olvida.

Es hábil y disimula su tendenciosidad. Primero, me atribuye algunos rasgos positivos (soy un brillante polemista), pero unos párrafos más allá me acusa de falta de respeto, de razonar tramposamente y casi llega a decir que mi propósito es querer destruir a Aquiles Montoya. No sabía yo que mis modestas palabras tuviesen tanto poder ni que en el fondo de mi corazón anidasen intenciones tan malignas. En este cuadro maniqueo e hiperbólico de Ricardo Ribera, al que tantos matices le faltan, yo sería el agresor y Aquiles Montoya la víctima.

Como en las malas novelas, la víctima está rodeada de valores positivos (es modesto, buena persona, trabajador y sabio). Ribera sabe que bordea el maniqueísmo y trata de equilibrar su juicio sugiriendo que la presunta víctima tiene algunos defectillos.

Como en las malas películas sobre temas judiciales, Ricardo Ribera apela al testimonio directo, al yo vi, al usted no ha visto. En dicha epistemología ingenua ver equivale a conocer. “Yo conozco a X -afirma Ribera- y usted no”. Esta apelación retórica al testimonio directo que forma parte de su argumentación es una premisa frágil si no distingue el plano de los fenómenos sobre el que estamos discutiendo. Las personas se mueven dentro de distintas estructuras de la realidad social (en el seno de la familia, del barrio, de la empresa, dentro de una comunidad intelectual, dentro de un sistema político, etcétera), en cada una de esas esferas hay roles, reglas, jerarquías, funciones. Hay unas reglas de trato entre personas que pertenecen a la misma jerarquía y hay otras normas que regulan las relaciones entre sujetos de diferente condición. Un principio de coherencia nos hace presuponer que una persona tiene el mismo estilo de conducta en todas esas esferas de la realidad social, pero no siempre es así. Una persona puede ser amable con sus iguales y mostrarse distante con sujetos que pertenecen a un nivel inferior, un buen padre puede ser un político autoritario, etcétera. Las características de una conducta en un determinado plano de la realidad (el privado) no se pueden trasladar mecánicamente a otro espacio (el público). X puede ser buen hijo, buen padre, buen profesor y estupendo colega de la universidad, pero de ahí no podemos inferir que su conducta en el terreno de la opinión pública será flexible, abierta, tolerante.

 Yo no juzgo a X como padre ni como profesor, juzgo a X por ciertas pretensiones, actitudes, ideas y estilos de razonamiento que despliega en el campo de la opinión pública.   

Comprendo que a Ribera, como persona, se le olviden estos matices, lo que no comprendo es cómo él, siendo historiador, no vea con una perspectiva más compleja este problema. Él casi lo reduce a su expresión fenoménica (sería un miserable asunto personal) y al hacerlo las ramas le impiden ver el bosque. Aquí hay algo más, algo referido al campo intelectual en El Salvador, a sus funciones, reglas, jerarquías y procesos de legitimación.

Lamento que nuestro historiador tenga dañada la memoria. De pronto, se le ha olvidado que esa persona tan  sencilla y sabia a la que él defiende fue la que escribió una conocida postalita donde claramente me faltaba el respeto y donde claramente se razonaba de forma falaz. El tono que ha tenido esta discusión fue la presunta víctima quien lo impuso. Yo nunca le falto el respeto a mis adversarios, salvo que ellos me lo falten a mí.

Lo que pretendía Montoya con su postalita era poner en tela de juicio mi jerarquía y mi competencia para opinar sobre temas que son una especie de coto vedado para “los especialistas” en Marx. El humilde y sabio profesor lo que me decía con su postalita era ¿Quién sos vos, qué competencia académica tenés para hablar sobre la crisis del marxismo? Y el humilde profesor no hacía la pregunta de modo cordial, hacía la pregunta con un retintín irónico donde claramente me faltaba el respeto. En el mundo de las jerarquías intelectuales, y esto debería de saberlo el historiador que maneja unos conceptos elementales de sociología, algunos “sabios” no se abstienen de dar codazos y repartir mandobles para mantener su territorio de influencia. Y esa agresividad jerárquica se manifiesta con más contundencia, si el sabio estima que hay un “intruso” en el coto restringido de los especialistas.

Ribera dirá que Montoya no es así. A lo que yo le replico mostrándole la postalita. Esa es mi prueba y todo el mundo puede “verla” y leerla. Yo iría más lejos, cuando Aquiles Montoya utiliza términos genéricos como izquierda comprable, manejable, inconsecuente está recurriendo a una forma de violencia simbólica. Tales conceptos traspasan la mera descripción, son valorativos, detrás de ellos hay una pulsión beligerante. Así que no idealicemos el asunto ni olvidemos que el humilde profesor es capaz de escribir panfletos, es decir, capaz de agredir en el terreno de la palabra. No hablamos, pues, de un santo varón al que pronto le vayan a brotar las alas.

A veces, la prepotencia y el dogmatismo se suelen disimular. Algunos santos fueron seres que ocultaban su soberbia tras un manto de humildad. Tal vez el gran defecto de algunos intelectuales sea la soberbia con que se invisten de pureza, la soberbia con que asumen el rol de maestros de las masas. De puros y sabios pasan a jueces y, en su papel de jueces, imparten y reparten la verdad. Emborrachados por el poder de su logos, aunque reconozcan el valor del diálogo como herramienta de reflexión y decisión, terminan situándose por encima de los ciudadanos. Se tornan jerárquicos y los ciudadanos mismos reconocen esa jerarquía hasta el punto de concederle rango de verdad al estornudo de los “intelectuales”.    

Divertido me parece que algunos profesores universitarios pidan créditos académicos para avalar los argumentos en una disputa. Y más divertido me parece que quienes solicitan tales créditos sean intelectuales de izquierda ¿Hay que tener una licencia institucional para pensar y debatir? La premisa que manejan dichos intelectuales “revolucionarios” es que para opinar sobre filosofía o sobre política no basta con ser un ciudadano bien informado y dotado de sentido común, hay que haber escrito una tesis universitaria y haber publicado un par de libros (no importa que la tesis y los dos libros sean mediocres).

No cuenta lo que uno deje escrito en sus artículos periodísticos, no cuenta que sean sólidos y estructurados los argumentos que uno defienda. El único formato genérico que cuenta es la tesis como modelo científico de racionalidad. El ensayo y el artículo son géneros menores, casi literarios; la razón científica es otra cosa. La razón debe de estar respaldada por una licencia institucional y por la obra “científica” publicada. Esta es una forma de priorizar el juicio del experto por encima del sentido común de los ciudadanos. Este prejuicio positivista y este clasismo latente del intelectual presuntamente revolucionario son los que, una vez que el socialismo echa a andar, terminan estableciendo una línea divisoria entre la razón práctica de los ciudadanos y el criterio especializado de la elite que fija las estrategias del cambio radical. Habría mucho que hablar, estimado Ribera, mucho, sobre el autoengaño sistemático de “los intelectuales orgánicos del pueblo”.

En el planteamiento moralista que hace Ricardo Ribera, el contexto social donde surge la disputa se torna invisible, las voces de quienes intervenimos en esta discusión serían las voces abstractas de sujetos abstractos. Pero el historiador también vacía de historia este debate. La historia de esta polémica viene de muy atrás y se generó en las disputas en torno a la presidencia de Concultura. Pero esa disputa fue sólo la circunstancia en que, a propósito de un desacuerdo, surgió la utilización oportunista de los conceptos de intelectual orgánico y de izquierda light. Ahí, contra la gente del Foro de Intelectuales, ya fije mi punto de vista y mi conflicto con Aquiles Montoya surgió dentro del marco de esa discusión. Hay, por lo tanto, en el debate con Montoya, un contexto general previo tanto en el plano político como en el ideológico. Y así como Ribera silencia la agresividad latente de la postalita y así como silencia la beligerancia de algunos términos que utiliza del profesor, así silencia que, más allá del mero asunto particular, yo defiendo unas ideas y una perspectiva. A mi no me interesa el profesor en sí mismo, me interesa el papel y las funciones que asume en una trama política e ideológica más amplia. Que existe algo personal, es cierto. Pero eso no deja de ser anecdótico, cuando se defiende una visión política. 

El encontronazo con Montoya era previsible, él es uno de los ideólogos que mantienen con vida un criterio mecanicista para distinguir entre una izquierda consecuente y otra inconsecuente. Ya introducir ese binarismo simple y falto de contextualización política, supone clavar sobre la mesa el hacha de la discordia, precisamente ahora que debemos buscar las alianzas dentro de la izquierda y con los sectores progresistas.

Ribera saca a la superficie la forma en que yo he podido violentar la ética de la buena discusión, pero su moralismo maniqueo lo lleva a silenciar el “rol” que juega su amigo y su discurso a la hora de acuñar y difundir un planteamiento harto simplificador sobre la naturaleza de la izquierda salvadoreña en la actualidad. Aquí, en el caso de Montoya, no estamos solo ante un especialista en El Capital sino que ante un “ideólogo” que simplifica de forma brutal un problema político. Para Montoya, por ejemplo, sólo hay dos izquierdas: “la domesticada”  y la que está en contra del sistema. Es posible establecer dos categorías en la izquierda antisistema: la de los consecuentes y los inconsecuentes. No sería consecuente aquel intelectual que identifica la teoría marxista con el materialismo histórico ni aquel que profesa algún tipo de utopía socialista. Si uno aplicase de forma rigurosa los criterios de Montoya, los izquierdistas consecuentes en El Salvador se contarían con los dedos de la mano y si uno aplicase tales criterios de forma retroactiva acabaría resultando que hubo inconsecuencia en Roque Dalton (dado que nunca tuvo clara “la distinción entre la teoría marxista y el materialismo histórico”). ¿Y qué decir de aquellos que deseaban un cambio, pero no eran marxistas? Si aplicáramos de forma rigurosa el criterio de Montoya, Monseñor Romero no sería más que un ilustre y respetable inconsecuente.

Montoya, según el retrato que pinta Ribera, es un gran especialista en El Capital y un especialista nada dogmático. Pues bien, ese especialista suelta frases como “Tampoco es posible ser de izquierda incurriendo en el error de identificar la teoría marxista con el materialismo histórico”. Afirmación problemática de la que se deducen consecuencias (si no se distingue tal cosa, no se puede ser la otra), pero que Montoya en ningún momento explica ni desarrolla, suelta la premisa sin argumentarla (como si fuera uno de los diez mandamientos) e infiere la conclusión. Y este proceder (el mismo de la postalita) resulta dogmático y preocupante, si estimamos que la conclusión del experto es, al mismo tiempo, teórica y normativa.

El error de Ribera nace de su falta de criterio para distinguir, en la misma la persona, al profesional y al ideólogo. Sobre la persona me abstengo de opinar, sobre el economista no afirmo nada, pero el ideólogo utiliza términos como izquierdamanejable, comprable e inconsecuente, lenguaje que arrastra una historia trágica vinculada al sectarismo y a la intolerancia dentro de la izquierda salvadoreña. Y ese lenguaje, estimado Ribera, aparte de su maniqueísmo filosófico, es un lenguaje beligerante. No es así, supongo, como deberían de proceder los especialistas radicales para establecer un trato con otros sectores de la izquierda salvadoreña. Dígaselo a Montoya, por favor.

El retrato que Ribera hace de su amigo está distorsionado por la carencia de un enfoque sociológico y también está distorsionado por las relaciones cara a cara y las afinidades en el terreno de la ideología. Es sintomático lo que Ricardo Ribera no ve.

Tiene razón en su ataque a una línea de mi argumentación y tiene razón en reprobar mis maneras, lo admito. Lo que no veo bien es que  Ribera no haya leído todos mis textos en esta polémica, de lo contrario no generalizaría de forma tan burda a la hora de valorar mi actitud y el conjunto de mi razonamiento. A diferencia de Montoya, yo no subestimo a mis adversarios ni excomulgo a nadie, salvo a los intolerantes. Ribera juzga el todo por una de sus partes, busca algunas razones débiles para juzgar el conjunto de mis planteamientos y esa forma de proceder, estimado Ribera, también es tramposa y falaz  ¿Es inútil y personalista mi reflexión en Ideología y crisis del marxismo?

Animado por sus pequeños triunfos argumentales, Ricardo Ribera concluye su alegato con una falacia ad-populum. Según él, yo  estoy  enzarzado en una crítica miserable, cuando debería de preocuparme por criticar la miseria social. Según él, todo mi razonamiento en esta polémica de ninguna forma revela interés por el destino de mi pueblo.

Si he dedicado tantas horas a esta discusión es porque también me preocupa el futuro de mi país, me preocupa que la ceguera de algunos marxistas ortodoxos pueda convertirse en un elemento desestabilizador para el actual gobierno del FMLN (ya vi, en el caso de Concultura, lo que son capaces de hacer y decir algunos presuntos radicales).

Y no sólo me preocupa la miseria económica, me preocupa la amenaza para la libertad que suponen “algunos” marxistas incapaces de asimilar teóricamente las experiencias del socialismo en el siglo XX. Esos marxistas que sólo se definen negativamente y que olvidan que los seres humanos no solo necesitan cubrir sus necesidades materiales básicas, también necesitan un marco político para desarrollarse en libertad. El marxismo del siglo XXI debe teorizar sobre los fracasos del marxismo del siglo XX y está claro que debe reflexionar sobre sus propuestas políticas concretas. Comprendo lo que niega, pero no acepto todo lo que ofrece. Bajo estas preocupaciones, he escrito un ensayo, Ideología y crisis del marxismo, al que solo una crítica miserable podría tildar de inútil y personalista.

Ya tengo claro que la escolástica marxista es irrefutable. Podrá levantarse de nuevo el socialismo y podrá volver a caer, pero siempre quedará la posibilidad de retornar a la pureza que corrompió la realidad. Si un socialismo cae es porque se pervirtió la palabra original del gran pensador. La palabra del profeta nunca falla, quienes fallan son sus intérpretes y seguidores.

Habría que teorizar sobre dichas caídas para que los futuros socialismos que pervertirá la realidad sean más concientes de cuáles elementos de lo real conducen a la traición de la “palabra perfecta de Karl Marx”.

Si  Ribera quiere  terciar en esta polémica sobre el socialismo, si lo que pretende es cuestionar mi punto de vista, yo le recomendaría que leyese mi artículo Ideología y crisis del marxismo. Bajo la luz de lo que digo en ese texto, las palabras de Ribera a este respecto me parecen comentarios superficiales. Que disculpe Ricardo si se lo digo de esta manera, pero el marxismo hay que defenderlo con mejores argumentos. A razonamientos como el suyo, que son tópicos, Agnes Heller los tilda de artimañas en la página 112 de Anatomía de la izquierda occidental (Ediciones península, Barcelona). Y no utilizo a la Sra. Heller como criterio de autoridad para refutarlo, la utilizo para recordarle que estos problemas no se resuelven con defensas tan fáciles de la tradición marxista.

PD/ En algún punto de su artículo, Ricardo Ribera afirma que la Dictadura del proletariado es cuestionada por muchos liberales y posmodernos. Que yo sepa, en Europa, los antiguos países del bloque comunista se deshicieron de la Dictadura de proletariado. Dudo que se deshicieran de ella por razones posmodernas o liberales, más bien sería que estaban hartos de la dictadura del partido y de la burocracia. Que yo sepa, algunos partidos comunistas europeos han tirado ese concepto político al cumbo de la basura. Que yo sepa, una parte de la nueva izquierda alternativa europea también ha tirado ese concepto al cumbo de la basura. Me sorprende que un historiador no sepa esto y por eso me pregunto ¿Dónde ha estado Ricardo en los últimos cuarenta años? ¿Leyendo a Gramsci?

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