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Campesino halla tesoro en Chalatenango

73 años después de la primera publicación del cuento La Botija, de Salarrué, un campesino de un pueblo perdido de Chalatenango encontró enterrada en el patio de su casa una vasija llena de monedas de plata que tradujo en realidad aquella ficción. Son 844 monedas de diversa procedencia. Las más antiguas datan de 1731.


Domingo, 29 de noviembre de 2009
Daniel Valencia Caravantes / Fotos: Mauro Arias

En su trono colgante parece un rey despreocupado a quien su princesa mayor le da las más cálidas caricias en la sien. Está feliz, acostado en una hamaca de colores, con los pies descalzos colgados al aire. Una calzoneta es todo lo que viste este cuerpo menudo y bajito, tostado por el sol.

Una voz juguetona y risueña advierte, entonces, que antes de contar su historia hay que respetar una condición: nada de nombres ni santos ni señas. La niña deja de acariciar la cabeza de su padre, se para y se mete al cuarto, para no entrometerse en la plática de adultos.

—Es que con esta violencia ´tá perro y no quisiera yo que vengan malandrines a querer ver si tengo ese tesoro todavía —dice Pedro, que en realidad no se llama Pedro. Cuando sonó la palabra “tesoro”, la carita de la niña espió por la esquina de la puerta, pícara y sonriente.

La casa de Pedro es soberana en la cúspide de una lomita. Ahí cerquita, una empedrada lleva a la plaza de un pueblo en donde la mayoría de sus gentes tiene la piel pintada con el color del maíz desgranado. Este pueblo de Chalatenango está bordeado por un río que en un punto de su cauce se convierte en poza. Y sobre ese espejo de agua, en esta época del año, flotan jardines de hojas verdes y flores amarillas.

Aquí ha vivido toda su vida este campesino hijo de campesino. Aquí, en este pueblo escondido entre las montañas y protegido por una serpiente de agua plateada, un día él se apropió de un personaje de un cuento. Y como a veces la fortuna se congracia con gentes como Pedro, él y su familia ahora son dueños de una satisfacción inagotable. Inmortal. Mucho más valiosa que cualquier tesoro y que seguro se multiplicará con el paso del tiempo, endulzando los oídos de los hijos de los hijos de Pedro.

Hace muchísimos años, quizá una historia similar endulzó los oídos de un escritor que en 1933 convirtió ese mito en cuento y lo llamó La Botija. El escritor fue Salvador Salazar Arrué. Salarrué.

Ese cuento narra la historia de un indio deslumbrado con la noticia de la existencia de las huacas y de botijas llenas “dioro”. Ambicioso y holgazán, José Pashaca se desgastó arando los sembradíos, buscando un tesoro que nunca apareció. Loco por su búsqueda, el indio no reparó en que con tanta faena había conseguido su propia huaca, su propio tesoro fruto del trabajo arduo, al cual le huía. Al final del cuento, Pashaca, convencido de que la historia de joyas catizumbadas que aparecen en las aradas debía de ser cierta, donó su propia fortuna para que el mito persistiera.

Y entonces, dijo:

—¡Vaya; pa´ que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...

El cuento, como todos los Cuentos de barro y Cuentos de cipotes, según Rodolfo Arrué -sobrino nieto del escritor-, pudo haber sido inspirado en las vivencias del escritor en la hacienda Las Pampas, ubicada en Tecoluca, en el cantón El Carao. La hacienda era propiedad de Rafael Arrué, tío del escritor. “Salarrué y mi papá se mezclaban con los campesinos de la hacienda y del mismo pueblo. Es donde él aprendió de las costumbres de ellos y sus dichos. Dice mi papá que incluso varios de los nombres o apodos que aparecen en los cuentos eran de jornaleros del lugar”, cuenta Rodolfo Arrué, hijo de Rodolfo Arrué Ruiz, sobrino de Salarrué.

Estas son las 844 monedas de plata que un campesino encontró dentro de esta vasija en el suelo de su casa, en un pueblo de Chalatenango.
Estas son las 844 monedas de plata que un campesino encontró dentro de esta vasija en el suelo de su casa, en un pueblo de Chalatenango.
Muchos años después, 73 años después, aquel cuento que posiblemente nació de un mito terminó haciéndose realidad. Las gentes “denantes”, como describió Salarrué a través de la voz de uno de sus personajes, sí escondían botijas con tesoros debajo de la tierra. Y el campesino Pedro y su familia, en el patio de una casa pobre de Chalatenango, encontraron una. Una que los hizo felices.

***

Hace tres años, Pedro era un enojo de escoba que golpeaba las esquinas barrosas de la casa; la casa brincaba por culpa de un ratón, un ratón que se escondió en un agujero del cuarto.

La chelita María, de 10 años, era la princesa mayor de esa negra bravura:

—¡Ay, papá, ya casi le dabas! —se lamentó la niña.

—¡Callate, cipota! —le dijo Pedro—. Mejor andá a traer un cántaro con agua para sacar este animal.

La chelita María, escoltada por Juanita, su hermana un año menor, y por Luis, de tres años, salió al patio a cumplir la orden del furioso tata. Ellas iban con vestiditos polvosos de florcitas y él con un calzoncillo celeste. Ellas eran flaquitas, como dos varas de caña. Él tenía esa pancita culichera que tienen algunos niños del campo. Esa que denota desnutrición.

Los tres atravesaron la puerta trasera de la diminuta casa, caminaron chuñas por el corredor; fueron a la pila, llenaron un guacal y salieron disparados chorreando ansias hacia el cuarto, de regreso con su papá.

—¡Vaya, papá, ahóguelo! —dijo la chelita María, secándose las manos en los jirones de falda que le colgaban de la cintura, después de entregarle el recipiente a Pedro. Estaba careta la niña, pintada con tierra en las mejillas y con un verde esmeralda en las canicas graciosas que tiene por ojos.

—¡Condenado animal! –maldijo Pedro, y vació el contenido del guacal en la ratonera.

Y el condenado ratón no quiso salir.

—¡Es que muy poca agua trajeron, cipotas! —gritó de nuevo el hombre, mientras las dos criaturitas más grandes daban brincos más de risa que de miedo.

Y entonces fueron no una ni dos ni tres veces: fueron cinco veces más hasta la pila y regresaron cinco veces más al cuarto, donde Pedro ya llevaba cinco paciencias perdidas.

A la sexta y última guacalada, Pedro se dio por vencido. Vació medio guacal en el hueco y cuando vio aquello inundado pensó que ya no había caso. El ratón a lo mejor era buzo y aguantaba la respiración debajo del agua o a lo mejor tenía otra salida que Pedro ya no quiso buscar. Refunfuñón, Pedro dejó de maldecir al animalito y salió al patio, seguido de sus crías que reían como niñas que se burlan sin burlarse. Luis los seguía como patito rezagado con su pancita redonda y los pies cenizos.

—¡Ay, papá! Si estabas tan cerquita de agarrarlo —insistió María, la mayor, colocándose las manos en la cintura mientras Pedro, todavía colérico, vertió el contenido restante del guacal cerca de unas macetas dispuestas debajo del techo del patio. Ahí donde hacía un año la Julia, su mujer, torteaba para que todos comieran.

Entonces, cuando el agua lavó el piso de tierra, Pedro se quedó sorprendido.

—¡Ve! —dijo—. Esa laja no estaba ahí. Ha de haber aparecido con el goteo de la media agüita.

Desde que Pedro le hizo ahí un techo a la Julia, con las lluvias, un chorrito de agua se deslizó por la canaleta y cayó en el tierrero. Con el tiempo, el goteo de dos años lavó unos 30 centímetros de tierra. Pedro, entonces, desarmó  la media agüita porque quedaba poco espacio entre el pasillo y la pila y un año después de desarmarla, con aquella última mojada que estaba destinada para el ratón, la tierra se abrió para Pedro y para su familia, regalándoles un tesoro.

Pero esa tarde no lo verían, porque a Pedro la curiosidad también se le durmió en la hamaca.

***

 A la mañana siguiente, Pedro salió al patio a recoger el guacal que había tirado cerca de las macetas. Ahí vio de nuevo la laja, y la curiosidad, todavía holgazana, no quiso despertársele. Entonces, sin nada más que hacer, se acostó en la hamaca del pasillo.

Hoy, como hace tres años, como siempre, como ha sido toda su vida, Pedro se pasa la mayor parte del tiempo sin trabajo, esperando la tapisca, el maíz, la subsistencia. Un año de escolaridad tiene Pedro y él y su familia viven de la cosecha y de las gallinas y de los patos y de las dos cabras que tienen en la casa. Ahora también viven de los 40 dólares bimensuales con los cuales el gobierno subsidia la alimentación, estudio y salud de Luis, el menor de sus hijos.

Cuando niño, a Pedro sus padres lo mandaban a estudiar pero esto nunca fue después del primer grado. Sus padres creían que era rebelde, holgazán, chollado, porque nunca imaginaron que quien contravenía sus órdenes no era Pedro sino su hijo mayor.

—Si yo tapisco, ¿por qué Pedro no? —se preguntaba Julio sobre su tarea de doblar la milpa, antes de darle coscorrones a su hermanito, que al mediodía intentaba huir del trabajo para refugiarse en la escuela.

Por las tardes, antes de llegar a la casa, Julio amenazaba a Pedro con más nudillos en la cabeza si Pedro contaba el trato que le daba Julio. Y entonces, a Pedro lo recibían fuertes tundas por desobediente. Fue así hasta que las manos de su mamá y de su papá se cansaron de castigar al pobre niño, que se defendía mudo de los golpes del hermano y de los tatas. Fue así hasta que Pedro vio cómo las mazorcas se le hacían cada vez más pequeñas entre las manos. Los dos hermanos crecieron solo con el conocimiento que regala el campo, el río y los animales. En todas esas faenas se curtió la piel Pedro, que ahora la luce morena, pintada por el sol.

Pedro tiene la cara redonda, los ojos medio zarcos y los labios gruesos. El pelo negro lo lleva cortito y con unas cuantas canas intrusas. Tiene 42 años. Hace 12, cuando María tenía año y medio, se juntó con Julia y se vinieron a vivir a este rancho de la loma. El terreno se lo regaló su papá, quien juntó los ahorros de toda su vida y se lo compró a un señor cuyo nombre no recuerda. Dice Pedro que ese señor lo había comprado a su mujer, quien a su vez lo había heredado de su padre.

Cuando Pedro llegó al terreno que hoy es su casa, la tierra tenía unas mechas cafés de maleza seca y abandonada que bailaban al compás del viento. Ahí donde levantó las cuatro paredes había restos de una vieja casona, ya demolida, quién sabe cuántos años atrás. Sobre esos cimientos puso el primer ladrillo y luego el siguiente hasta que levantó su casita.

Hoy, al hundir su machete en el patio de la casa, Pedro todavía encuentra pedazos de lajas de la vieja casa, que a saber quién habitó en qué tiempo remoto. Por eso aquella laja que apareció dos metros frente al pasillo, después de la persecución del ratón, no le despertó ninguna curiosidad. Y cuando se la vino a despertar, fue porque mientras se mecía en aquella hamaca del patio, vio un destello extraño en la tierra. Aquella era una laja muy diferente a las demás.

—Tenía un colorcito diferente, como brillante, como de esa porcelana, que le dicen —cuenta Pedro.

Una de las hijas del descubridor del pequeño tesoro muestra algunas de las monedas que su padre no vendió.
Una de las hijas del descubridor del pequeño tesoro muestra algunas de las monedas que su padre no vendió.
El hombre tomó su machete y se dirigió hacia la laja, que brillaba porque estaba como barnizada. La levantó, y se encontró con un hueco en cuyo fondo había tierra oscura.

—¡Uy! ¡Un entierro! ¡Julia, un entierro! –gritó, emocionado, este hombre que, como todos los hombres y mujeres de estas tierras ya había escuchado que en los tiempos de los abuelos y de los papás de los abuelos, las gentes guardaban sus tesoros metiéndolos en tiestos que luego enterraban en lugares secretos, escondidos, protegidos de ojos maliciosos.

—¡Un entierro! —siguió gritando el hombre, mientras abría zanjas alrededor de la botija que poco a poco iba tomando forma frente a sus ojos, haciéndole vibrar el pecho de una alegría inmensa.

Cuando Pedro terminó de escarbar, su mujer y sus niños brincaban de alegría alrededor suyo, esperando con ojos desorbitados a que Pedro descubriera por fin el tesoro. Las niñas, más que Luis, levantaban los huesudos bracitos queriendo alcanzar aquel extraño jarrón terroso.

Y entonces Pedro le dijo a la mayor de sus hijas:

—¡María, alzá este jarro, que pesa un resto!

Y la niña, con los ojos extasiados, tomó el jarroncito con una mano y casi lo bota porque pesaba demasiado. Pidió auxilio a su hermana y a su madre y fue entonces cuando aquella familia pobre, unida alrededor de aquella botija, se convirtió en la familia más feliz del mundo.

Reían a carcajadas porque la mayor de los hijos no podía con el jarrón, porque no hallaban cómo hacer para descubrir qué había adentro, porque la felicidad que les invadía nunca la habían conocido. Estaban ebrios de alegría.

A Julia, entonces, se le ocurrió que para quitar la tierra que había debajo de la laja que servía de tapadera había que sumergir el trasto en agua. Y se fue con sus hijas a meter la botija en un guacal. Luego echaron el agua y Pedro, satisfecho con el hallazgo, no se percató de que la curiosa María había tomado su machete, resuelta:

—¿Y por qué pesa tanto pues? —dijo justo antes de asestarle en la panza un golpe de muerte al jarrón, que se quebró en pedacitos, mostrando sus tesoros: 844 monedas de plata que cayeron en el agua, desprendiéndose unas de otras, soltando moho, tierra y brillo.

***

Aquella tarde, las niñas descubrieron que la plata se lava con limón, que las monedas antes tenían escudos y que al menos una vez en su vida, en sus jovencitas mentes, la palabra riqueza era tan real como aquel cuchumbo de plástico en donde su padre metió todas las monedas después de secarlas con un trapo. En aquel cuchumbo antes había gelatina para el pelo que se untaba Julia en los mechones que le cuelgan hasta la cintura.


—De esto ha de saber el director Juan —le dijo Pedro a Julia, quien asintió moviendo la cabeza.

Las aves de corral se alimentan hoy en el patio donde el campesino encontró la vasija con unos 4 kilogramos en monedas antiguas.
Las aves de corral se alimentan hoy en el patio donde el campesino encontró la vasija con unos 4 kilogramos en monedas antiguas.
A la mañana siguiente, Pedro tomó dos monedas de diferente denominación y salió disparado hacia la dirección del Instituto. Bajó por la empedrada, cruzó a la derecha, frente al parque, y luego otra vez a la derecha, como buscando la salida del pueblo. Entró al Instituto, caminó por un amplio pasillo y se quedó parado afuera de la oficina de aquel hombre, a quien conoce y de quien se hizo amigo porque en pueblos pequeños como estos, ¿quién tendrá enemigos?

Pedro, entonces, le hizo señas a Juan con el dedo, para que saliera. El otro le gritó diciéndole que entrara, que qué hacía ahí.

—Buenos días, don Juan —le dijo Pedro—. Quería saber si usted sabe de cuándo son estos asuntos.

Pedro extendió su mano frente al director, que tomó una de las dos monedas y la examinó, asombrado.

—¡Pedro! ¿Dónde hallaste esto? —le dijo, sin informarle que por la fecha y el escudo grabados en el metal, aquella moneda tenía más de un siglo de antigüedad. Era una moneda de la República Mexicana, de 1837, de esas que circularon en El Salvador 16 años después de la independencia de España. En la colonia, la primera casa de monedas de las Américas se estableció en México, en 1536. Para 1821, después de la conquista, y tras el déficit monetario, México envió a El Salvador, anualmente, un lote de 100 mil duros mexicanos de distintas denominaciones. En esa época, El Salvador no tenía moneda propia.

—En el patio de mi casa –contestó Pedro-. ¿Quiere ver el resto?

Y entonces los dos hombres salieron disparados hacia la casa de Pedro, en la loma, cruzando de regreso dos veces a la izquierda. Cuando llegaron, Pedro agarró el cuchumbo y vació las monedas sobre una mesa de madera. Juan, maravillado, se agarró los pelos de la cabeza mientras le pedía a Pedro que repitiera por cuarta vez la historia del hallazgo. Ahí descubrió Juan que había 34 monedas de la República Mexicana.

—¿Y qué pensás hacer? –le preguntó el director del Instituto, que hubiera querido que Pedro registrara el hallazgo para que quedara como tesoro del pueblo.

Pedro, en cambio, estaba pensando en su pobreza:

—¿Cuánto cree que me den por esto?

Juan no tenía idea.

***

Dos semanas después, Pedro era una tembladera en el asiento del copiloto del pickup de Juan; Juan manejaba sin prisa por las curvas pedregosas de Chalatenango; Chalatenango, la cabecera del departamento, era el punto más lejos al que Pedro había llegado alguna vez.

Los dos hombres dejaron los cerros y llegaron a San Salvador. Pedro llevaba en el bolsillo de su pantalón tres monedas de diferente denominación. En el camino, soñaba con riquezas, con un dineral nunca tocado por sus manos. Cuando apareció el sol del mediodía, Pedro conoció la capital, el humo del carrerío, los edificios, el tráfico y la bulla del centro de San Salvador. Por Catedral parquearon el carro y caminaron más lejos, detrás del parque Libertad, entre los portales, sorteando vendedores, vagabundos y huelepegas, hasta que llegaron a una casa en donde se leía: “Se compra oro, plata y antigüedades”.

Pedro, emocionado, sacó las tres monedas y se las enseñó al dependiente, que le ofreció cinco dólares por cada una.

—Vámonos a ver a otro lugar –le dijo Juan.

Pero la otra casa de antigüedades estaba cerrada y eran las únicas que Juan conocía. Pedro, triste, se lamentó por tener un tesoro que no lo sacaba de sus apuros. Era diciembre de 2006, no tenía para los estrenos ni para los gastos del año escolar de sus hijos.

Por esas noches, recuerda Pedro, después de haber viajado a San Salvador, se quedaba dormido en la hamaca del patio, colgada en la otra esquina del pasillo, hasta que sintió que un escalofrío le corría por todo el cuerpo.

—Dejé de dormir ahí porque una vez sentí como que un hombre me apretaba desde atrás… ha de ser ese del cuento —dice Pedro, riendo. Nunca ha leído el cuento de La Botija. Nunca lo ha leído y nunca se lo han leído.

—¿Y qué hizo después del susto?

—Le grité: ¡a la puta! ¡Si vas a venir que sea pa´ decirme dónde hay más entierros! Después me metí a dormir con mi mujer ja, ja, ja.

Con el tiempo, del tesoro de Pedro ya sabían su padre, sus vecinos más cercanos, Sara y Lucía, que son la esposa y suegra de Juan, respectivamente. También se enteró un trabajador de la familia que cada cierto tiempo visitaba San Salvador y en una de esas visitas, este trabajador de la familia hizo llegar el cuento de la botija a oídos de Antonio, quien gusta de coleccionar antigüedades. Antonio es oriundo del mismo pueblo de Pedro, pero las posibilidades de su familia lo sacaron de ahí cuando joven, para que estudiara y se superara. Antonio es primo de Sara, a quien le habló para que le comunicara a su marido, el director del Instituto.

—Voy a preguntarle a ver si quiere venderla —le contestó Juan a Antonio, por teléfono.

A la semana, Antonio ya estaba en el patio de la casa de Pedro, junto a Juan, viendo una por una el centenar de monedas que había regadas en la mesa. Pedro, que con los días se había encariñado de su tesoro, había puesto una condición: “El que las compre debe quedarse con ellas, cuidarlas y no debe venderlas a nadie más”. Además, Pedro tenía una sorpresa: con paciencia y con pega loca, había restaurado la botija que María quebró aquella mañana, semanas atrás.

—¿Cuánto pide? —preguntó Antonio.

—¿Cuánto me da? —respondió Pedro.

—Usted dígame, ¿cuánto quiere? —siguió Antonio.

Pedro, con la mirada intentaba encontrar auxilio en Juan, que disimulaba su conflicto de intereses entreteniéndose con las monedas. Él estaba en medio de un negocio entre un amigo y un familiar, y no le quería quedar mal a ninguno.

Entonces Pedro, en solitario, dijo:

—Mil deme.

En la versión de Pedro, Antonio le regateó. En la versión de Antonio, no hubo regateo. En la versión de Juan, para no quedar mal con ninguno de los dos, después de fijado el precio solo recuerda la frase conciliadora que él mismo pronunció:

—¡Están bonitas las monedas!

Antonio llevaba mil dólares en billetes y se los entregó a Pedro, que nunca en toda su vida había visto tal cantidad de dinero. Cerraron el trato con un apretón de manos y hoy cada vez que Antonio regresa al pueblo, pasa saludando a aquel hombre que encontró la que ahora es su botija.

Antonio se llevó el tiesto relleno con monedas de plata a su casa en San Salvador y lo guardó en un chinero de madera, con paredes de vidrio, junto a otras piezas de madera y barro. Dentro de la botija, Antonio tiene 830 de las 844 monedas, separadas en bolsitas plásticas.

Macacos o macuquinas -la moneda que sustituyó al cacao usado por los indios, acuñada en América entre 1580 y 1732- son 535. Una de las más antiguas está fechada en 1731. De la República Mexicana tiene 34; de la República de Guatemala, 46. Después de la independencia y hasta la aparición del primer colón salvadoreño a finales del siglo XIX, en El Salvador circularon legalmente monedas de México, Guatemala y Honduras. De la corona española, Antonio tiene monedas que datan desde 1737 hasta 1809.

Tres años después del hallazgo, Pedro todavía no dimensiona el valor real que pudo haber tenido su tesoro, de haber caído en manos más expertas que le aconsejaran venderlo más caro. Antonio tampoco dimensiona el valor que pueda llegar a tener el tesoro porque tampoco le interesa venderlo. En el mercado de antigüedades y de coleccionistas, sin embargo, una moneda bien conservada de la corona española por sí sola puede valer entre 40 y 60 dólares. Los macacos, bien conservados, tienen un precio que oscila entre los 125 y los 800 dólares, dependiendo de la casa que acuñó la moneda y del valor estampado en el metal. De la República de Guatemala, una moneda bien conservada puede valer entre 300 y 400 dólares. En el tesoro de esta botija hay unas monedas bien conservadas y otras que ya perdieron todo su grabado y que no valen más que su peso en plata, pero es fácil estimar que, como mínimo, a precio de mercado, estas monedas valen en conjunto varias decenas de miles de dólares.

Las 844 monedas pesan unos 4 kilogramos, y si se vendieran solo por su peso en plata, equivaldrían a poco más de 2 mil 500 dólares.

Uno de los hijos del campesino que descubrió la botija juega con las monedas que su padre guardó como recuerdo.
Uno de los hijos del campesino que descubrió la botija juega con las monedas que su padre guardó como recuerdo.
Pedro, antes de vender su tesoro, le regaló dos monedas a Juan, que luego se las regaló a una maestra amiga. Antonio, que investigó cuánto podían valer sus monedas, le dio dos a un amigo español para que le averigüe el dato en España. Y Pedro, que quiere conservar la tradición y la historia, se quedó con 10. Las más grandes y brillantes de toda la colección: cinco macacos, cuatro de la corona española y un duro de la República Mexicana. Uno de los macacos, que tiene la forma de un corazón, lo carga Julia como llavero.

Tres años después del hallazgo, los pocos vecinos que saben la historia todavía llegan donde Pedro para pedirle que los deje escarbar en su patio a cambio de 200 dólares. Pedro se niega. “Sería de locos pensar que hay otra botija por ahí”. Pero además, se niega para no hacer bulla, por aquello de la delincuencia. Y sobre las 10 monedas que conserva, ya tiene un futuro asegurado:

—Es para que este cipote las tenga y se las dé a sus hijos.

Al oír esto, María y Juana, sus dos hijas mayores, pegan un grito espantadas. Las dos niñas, esta tarde, se alistan para los últimos días de clases, a los que ya no van de uniforme sino con ropa particular. Con los mil dólares, Pedro logró comprar los útiles, los estrenos de navidad y la ropita del siguiente año de sus hijos. Ese dinero se le fue igual de rápido de como le llegó y por eso Pedro, antes de que sus hijas se vayan, regresa a esa su hamaca que lo consuela cuando no hay tapisca.

Sus niñas, que ya se untan gelatina en el pelo y se ponen anillos de fantasía en los dedos, se meten como pueden en unos jeans gastados que ya no soportan las curvas de guitarra que les crecen cada día, a cada segundo, pintándolas de una gracia juvenil adornada con las canicas verdes que tienen en las cuencas de los ojos.

—Papá, no sea así. ¿Y nosotras, pues? Si también nosotras la encontramos. Yo quebré el cántaro ese, ¿o ya no se acuerda? —le reclama María.

 


 

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