Mejores tiempos en California
Carlos Martínez
Aparece con un machete en las manos, dispuesto a homenajearme con el agua de un coco. Está sin camisa y es robusto, como un hermoso gorila de montaña, con los ojos enrojecidos. Es un artista del corvo: más que pelar el coco lo esculpe. Con la punta afilada hace volar por los aires el trocito de pulpa que nos separa del agua y me ofrece el primero. Antes de que yo consiga dar dos tragos ya tiene el suyo listo. Levanto mi copa y brindo por él. “Salud... por su cumpleaños”. Y me mira, sorprendido, como triste. “Puta, no jodás, es la primera vez que brindo con un coco”. Le pregunto si tiene algo más con qué brindar. Y resulta que sí, que sí tiene.
Dos horas después: algo se me ha meneado ya en la cordura, algo como una chispa o una tormenta que me ha dejado en los ojos un charco -"me voy a servir otro testarazo, fíjese”- y se me comienzan a equivocar los sentidos, a adormecer el alma -“a pues, tengo tiempo yo de servirme otro”-. O sea: así como sobrio, lo que se dice sobrio, no, la verdad es que no. ¡Ajá!, con que esto es lo que le daba ese rojillo brillante en los ojos a este tipo... ¡Lo pillé! Cuando le pregunté si tenía algo más con qué brindar, no sé por qué me había imaginado que sería vino. Pero la verdad, ¿cuánta diferencia puede haber entre una botella de tinto y este bidón negro al que le caben... quizá 10 galones de chaparro? Sobre la mesa hay también una botellita de miel, porque al bidón que contenía el chaparro enmielado lo ha pasado ya por el cadalso y ahora sólo le queda de este al que hay que enmielar a mano. Ahora mismo estoy ordeñando -otra vez- el bidón para llenarme el vaso de este demonio líquido y el padre Erick hace cola para recetarse otro tanto.
Estamos en la casa cural y el sacerdote me indica cuál es el lugar correcto para orinar dentro de este recinto: cualquiera que no tenga piso de cemento. Intenta imitar el gesto que haría una modelo para presentar un parque vehicular o una nueva tostadora automática y pasea su manaza modelándome el patio como un orinal gigante y libertino. Me está gustando este conventillo. Uno agarra confianza rápido. "¿Otro chaparrazo, padre?" "¡Otro!" Justo hoy, el padre Erik está cumpliendo 49 años y tiene 22 de estar consagrado al Señor. Le ha regalado casi la mitad de su vida sacerdotal a California y no tiene síntomas de tener prisa por salir de aquí.
Hasta aquí todo bien, pero no niego que tengo que espantarme de vez en cuando el moscardón de la culpa, porque es que yo no vine aquí a tomarme el chaparro de este hombre de Dios, sino a preguntarle por qué es que no se matan sus fieles. Y venía con esa intención hasta que, brindando con un coco, hice la pregunta incorrecta. El caso es que al padre Erick no le gustan las grabadoras, porque alguna vez una le jugó una mala pasada a un colega suyo, al que le pillaron mujer e hijos. “Yo lo que le dije es que el pendejo era él por haber hablado con un periodista”. Mi tema le intimida menos.
-Aquí es un lugar del que la gente sólo mira el desvío... aquí estamos sin contaminación. Aquí no es un lugar de paso. Aquí ni comedores pone la gente, porque, ¿quién va a pedir comida?
-Quizá por eso es, porque no es de paso.
-La otra vez vine con unos amigos que viven en Estados Unidos y estando aquí uno le decía al otro: “Mirá, aquí se paró el mundo”.
-¿No ha tenido que celebrar una misa de muerto, con un cadáver lleno de tiros, pues?
-No´mbre, nunca.
Al padre Erick le han asignado un ayudante, un aprendiz de cura. Es un guatemalteco veinteañero, que viene del seminario del Opus Dei. Habrá que decir que para Erick hay dos tipos de sacerdotes y este escenario lo ilustra muy bien. Para él están los pasmados y los vivos. Para el caso, su ayudante es un pasmado y él es más bien del otro equipo.
-El obispo me dijo: “Te lo voy a dejar, pero no le vayás a estar dando cosas” -y suelta una carcajada desdentada, que aplaca con un buche de esta bebida furibunda.
Nuestras risas pueden escucharse perfectamente en la nave central de la iglesia. Que es un decir, porque no hay más que una sola nave. Tiene una fachada pretenciosa, que anuncia un templo que en realidad no existe. Se trata de un muro gigante, con un diseño muy moderno -al menos para 1962, que fue cuando se construyó-. El problema es que al entrar no deja de ser una casona de pueblo, con sus santos sufrientes, con su techo de teja, con aquel Jesús de madera que sangra desde 1959 dentro de un ataúd de vidrio. En la fachada hay una placa de bronce en la que se lee: “Amadeo S. Canessa donó esta iglesia, en memoria de su padre, Ambrosio Canessa y de Roberto E. Canessa, su hijo, patriota y mártir. 1962”.
Pero a nosotros ahora mismo no nos importa mucho esa placa. Ni la iglesia, en realidad. Nos perdemos hablando de las maravillas del chaparro y de sus variedades inagotables; recitamos de memoria algunos textos bíblicos y Erick intenta algún sermón. Hablamos de Jesús y de Gandhi, del Che Guevara. Comienza a caer la tarde y el chaparro se va agotando. Pero este es del tipo de curas vivos y tiene sus recursos... Por lo pronto nos enmielamos este nuevo chaparrazo y que sea lo que Dios quiera.
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Tiene 93 años y un sólo ojo. Tiene también una larga cabellera blanca que es su vanidad. En las tardes se apoya en un pequeño muro, a mirar cómo los montes se cubren de niebla y a recordar con sus amigas los mejores tiempos de California. Ella me explica por qué el patrono de este lugar es San Ambrosio: resulta que la familia Canessa, otrora los amos y señores de todos estos cerros, de todos estos cielos -hasta donde se perdía la vista-, tenían un hijo que se llamaba San Ambrosio.
En realidad este italiano se llamaba Ambrosio, a secas. Y más que hijo fue el patriarca de todo un imperio. La memoria colectiva de este pueblito -esa que es capaz de recordar incluso lo que nunca supo- dice que ese señor llegó a El Salvador con un lingote de oro bajo el brazo, que había amasado luego de mucho recoger pepitas de oro en los ríos de California (la del sur de Estados Unidos) y que se quedó en El Salvador para ver qué podía ofrecerle este país durante el auge del café. Y podría decirse que el señor Canessa encontró hospitalidad.
Para 1882 la colonia extranjera de Usulután contaba ya con prominentes personajes: los sacerdotes españoles Pedro Poch y Francisco Lasplazas; el francés Casimiro Donnadieu y los italianos Schonemberg, Galiano y Gotuzzo, además de Ambrosio Canessa. Lo primero que hicieron fue apoderarse de las mejores laderas. De los cerros más jugosos y llenarlos de los arbolitos de moda: los de café. Ambrosio hizo de este negocio su imperio y nacieron sus primeras dos grandes herencias: “La Veneciana”, compuesta por 150 manzanas de tierra, y su hermana mayor, “La San Ambrosio”, con 190 manzanas de extensión. En aquellos tiempos quien decía hacienda decía también pueblo. Así que Ambrosio decidió labrarse el “San” en 1897 y a las faldas de su propiedad más importante hizo colocar un pueblo entero, juntando la jurisdicción de los valles Los Ranchos y Trapiche Cortado. A ese pueblo lo bautizó con el mismo nombre que tenía la madre de su fortuna: California. Hasta la fecha, los californianos de Usulután celebran, cada 23 de mayo, el día de su santo patrón: San Ambrosio, dueño de las pepitas de oro, y de todos estos cerros, amo del café, creador de un pueblo y empleador de sus gentes en sus fincas que eran bosques, en sus beneficios, que eran maravilla tecnológica, fundador de un imperio. ¿Cuántos pueblos pueden presumir de tener patronos tan cool?
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¿Cuánta maldad puede albergar un pueblo remoto en el que haya una tienda de lencería que se llame “Musas”? Bueno, ahora mismo no hay nada muy llamativo en los estantes, pero es porque las chicas corren a comprarlo todo. Apenas sus dueñas surten el lugar, las californianas se pelean las prendas minúsculas y dejan en los estantes estas otras un poco más... conservadoras, digamos. “Habemos chicas sexis en California”, explica sonriendo esta jovencilla flaca que es la dueña. ¿Cuánta maldad puede albergar un pueblo así?
California, en todo caso, sería un lugar melancólico: sus gentes lo son, lo son también esos cerros fríos que tienen sombreros de nube y lo es también el color de las tardes, cuando la luz se va apagando como una foto vieja y en las calles no queda nada más que el silencio de unas gentes que recuerdan tiempos mejores y de otras, más jóvenes, que han aprendido también a añorar tiempos que no vivieron. En California hay una puerta ancha, con un dintel en forma de arco que no conduce a ningún lado, que quedó solita, como un absurdo en medio de un terreno valdío. En un poste hay una placa conmemorativa de una obra que se contruyó en 1971 “con el esfuerzo de la comunidad y de FOCCO”: quién sabe qué obra habrá sido esa. De todas formas, solo quedan el poste y la placa, en medio de una maleza que se los quiere comer. También hay una cruz de cemento, que se llama “la cruz del perdón”, pero nadie sabe a quién perdona, ni cuándo fue puesta ahí. En todo caso, le pasan una mano de cal cada cierto tiempo y la miran como un vecino más. Cadáveres de cosas que el tiempo se ha llevado.
Hay una delegacíón de policía con ocho agentes que tienen bicicletas que sí sirven y una patrulla que consiguieron por medio de una gestión directa con el nuevo director de la corporación. Ninguno de los agentes de este lugar ha tenido nunca que desenfundar un arma y mucho menos dispararla. Sin embargo, en su libro de novedades consta con frecuencia un terrible delito: el hurto de elotes... y poco más. El pick up en el que patrullan las calles de este lugar pacífico los mantiene ocupados, porque una cosa es que les hayan dado vehículo y una muy distinta es que les asignaran presupuesto para mantenimiento. Así que les toca ser creativos: la semana pasada trajeron una discoteca móvil y organizaron el concurso de Miss Chiquitita, en el que competían las niñas del pueblo para saber quién era la más linda. Pero no sacaron mucha plata. Les quedaron menos de 100 dólares, porque cuando la gente se entera de que la fiesta es para la policía no van, porque no los quieren.
-¿Cómo que no los quieren, si en otras partes están encantados de que haya delegación policial?
-Es que se enojan cuando uno los revisa. Anoche fuimos a un billar a hacer un registro y la gente nos decía: “¡Hey, pero si vos ya me conocés! ¿Para qué me estás registrando?” Pero es el trabajo de uno.
-¿Ha habido problemas en esos billares?
-No, todo tranquilo.
-¿Han encontrado armas alguna vez?
-No, no... o sea, es por prevenir. Lo que pasa es que aquí no hay mercaderías que venir a robar, entonces no vienen ladrones.
Lo de prevenir se lo toman en serio. Tienen un encargado de prevención, que organiza torneos infantiles de fútbol y da charlas en las escuelas. Pero no consiguen llenar la discoteca ni hacer masivo el Miss Chiquitita.
Aquí ni siquiera hay una plaza central y nunca la hubo. ¿Para qué? El pueblo entero está dispuesto en varias filas, que antes eran mesones profundos, como galerones. Todos los bloques quedaron dispuestos de tal forma que miraran hacia una puerta roja de metal: la entrada a la San Ambrosio. Si el santo creó el pueblo, se preocupó un poco porque, al menos desde la estructura misma del pueblo, estuviera claro aquí quién recibía las oraciones y quién agachaba la cabeza. Eran buenos tiempos.
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Sobre una acera están tres viejas mascullando alguna cosa, y otra, aún más vieja, con una larga cabellera blanca y un solo ojo, las observa apoyada en un pequeño muro. Una me asegura que me puedo quedar tirado en esa misma acera esta noche y que no va a pasarme nada. Para explicarme bien cómo es una persona tirada en una acera, se tira ella misma y pone cara de que la está pasando bomba. Así -asegura- luce una persona que en California duerma a la intemperie: cómoda, radiante, segura. Y me mira para ver si he entendido. Las otras me matizan un poco el paraíso: no hay trabajo y todo está caro. No es genial, como antes, cuando todos tenían empleo y ganaban 10 colones con 50 centavos a la semana, pero todo era barato y alcanzaba para comprar los frijoles; y el tercio de leña del cafetal se vendía a pocos centavos. Es que eran buenos tiempos: “Solo no trabajaba el que no quería”, y las viejas se arrebatan la palabra, se apretujan ante la cámara. Les faltan manos para señalar los cerros que eran propiedad de los Canessa. Todas vieron esa hacienda en sus mejores días. Limpiaron café, desbrozaron, cargaron canastos llenos de granitos rojos, ganaron 10 colones con 50 centavos a la semana. “Son tiempos que no volverán”, dice una que se pone dramática. Ahora, nada. Toca estar sentadas en las aceras de este pueblo, pensando en el pasado, soñando con la bonanza de una hacienda poderosa, cuyo territorio, para ellas al menos, era el mundo entero. Hasta que llegaron esos hombres a quemarlo todo.
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Como todas las haciendas que se precien de tener algo de alcurnia, la de los Canessa fue también nicho de su propia historia de amor, escenario de sus propios escándalos, cuna de alguna maldición. Ambrosio Canessa se casó con Petrona Dárdano, miembro de una prominente familia migueleña de la época. Carlos Dárdano, hermano de doña Petrona, elaboró un relato de ese romance, que transcurre en los tiempos en que los dominios del italiano eran vastos y en los que el fundador de California vivía en el casco de una hacienda poderosa. Este es un fragmento del relato de hechos que ocurrieron entre 1885 y 1908.
“Las causas que provocaron la ruptura del vínculo familiar que existió entre don Ambrosio Canessa y Doña Petrona Dárdano, se puede decir que datan de la fecha misma en que se unieron; esto es, el año 1884. La señora Dárdano, que pertenecía á una de las primeras familias del país, no sabía, hasta entonces, lo que eran privaciones, ofensas ni malos tratamientos. Pero su marido se encargó de hacérselos conocer desde que emprendieron su viaje de bodas a Europa, poco tiempo después del matrimonio. Sin embargo su verdadero martirologio comenzó cuando regresaron al Salvador, un año después. (...)
Al regresar, pues, de su viaje á Europa, El señor Canessa fijó su residencia en La Veneciana, finca de café situada en los arrabales de la ciudad de Santiago de María. Ya instalado allí el señor Canessa, no tardó en reanudar sus antiguas relaciones con ciertas mujeres de la mala vida. (...) En el año 1885, habiéndose trasladado con su señora a la Ciudad de San Miguel ocurrió que llegaron a paseo a la feria de noviembre de ese mismo año, sus antiguas queridas de Santiago de María. Canessa le ordenó á la señora Dárdano que les mandara camas, almohadas y sábanas etc. al lugar dónde las había hospedado. Como no hubiese suficiente, Canessa le exigió a su señora que les prestara su propia ropa de cama y otros objetos de uso personal de ella. La indignación y la negativa rotunda de la señora Dárdano á acceder á esa ultrajante exigencia fueron el origen de un escándalo que tuvo gran resonancia en la sociedad migueleña. Canessa, en un paroxismo de furor, se lanzó contra su señora y la golpeó bárbaramente, sirviéndose de su revólver. La señora Dárdano debió su salvación a la precipitada fuga que emprendió, yéndose a refugiar a la casa de sus padres, distante a unos cincuenta varas del lugar del suceso.
Después de semejante escándalo la señora Dárdano vivió con sus padres y separada de su marido hasta el año 1887, en que, debido a la intervención de los amigos y con ocasión del casamiento de su hermana mayor se reconcilió con el señor Canessa. Como a los dos años de esa reconciliación o sea 1889, el señor Canessa dispuso hacer un viaje a Europa, y, sin que mediase disgusto alguno condujo a su señora que se encontraba en estado interesante y a sus dos hijos a la casa de los padres de la señora Dárdano, marchándose enseguida a Europa sin dejarles sin un centavo para los gastos durante su ausencia, (...) Quiso la desgracia que a los pocos meses después del viaje de Canessa enfermase gravemente su primogénita Amelia, que a la sazón tendría unos 3 años. Todos los esfuerzos que se hicieron por salvar a la adorada niña fueron inútiles y después de violenta enfermedad voló al cielo, dejando a su madre sumida en el más profundo pesar. La fatal noticia le fue comunicada por cable a Canessa quien se encontraba en Génova. Regresó a San Miguel después de una ausencia de cerca de 8 meses, trayendo para enjugar las lágrimas de la desolada madre, un vocabulario de injurias burdas y soeces, y pretendiendo hacer responsable a la señora Dárdano de la muerte de su hija, pues, según el opinaba, esa desgracia debió ser la consecuencia de alguna frota ú otra golosina que la madre habría dado a la niña!! No se limitó á esto la infamia de aquel hombre feroz y desnaturalizado. Traía, además, de Italia una lápida de mármol que hizo colocar sigilosamente sobre la tumba de su hija, y cuando la mando a descubrir , la sociedad migueleña quedó consternada ante la siguiente inscripción: “Aquí yace AMELIA CANESSA, Asesinada por su madre”...
(...)La señora Dárdano que, como lo he dicho, se encontraba embarazada de 8 meses, experimentó una impresión tan grande que perdió a su criatura, la cual nació muerta, y como este hecho hiciera crecer más la indignación del público, Canessa creyó justificarse cometiendo otra infamia, tan cobarde como la primera. Se impuso la vil tarea de esparcir la noticia de que la inocente criatura cuya muerte él había provocado no era suya...” ·
Al parecer el señor Canessa no le hacía ascos a los problemas. La edición del The New York Times del 2 de julio de 1911 lo vincula con una intentona golpista contra el presidente Manuel Enrique Araujo... eran buenos tiempos.
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Estaba la San Ambrosio como una reina en aquel paisaje, heredada de generación en generación, de Ambrosio a Amadeo y de Amadeo a Roberto, embellecida con los años. Las gentes de California y sus alrededores no se comprendían sin ella: trabajaban ahí, como sus padres y sus abuelos. Algunos nacieron adentro de la hacienda. Bebían agua de sus pozos y habían aprendido del balance de la vida sembrando café en su vientre, recorriéndola toda, alimentando las fauces del beneficio que engordaba a todos, sobre todo a los Canessa. Hasta que en 1987 llegó la guerrilla y le prendió fuego. No hubo necesidad siquiera de ir a buscar el combustible. La San Ambrosio tenía su propia gasolinera, así que fue quemada con su propia sangre. Todo ardió: los potentes camiones Man, la Land Cruiser lujosa, el yip de faena... la casona símbolo de abolengo, el beneficio, el café... La San Ambrosio quedó en los huesos y en los huesos sigue hoy en día, intentando levantarse de la desgracia, pidiendo que le llamen señorita, recordando la belleza y las joyas que se han ido para siempre.
Todavía está la San Ambrosio, con su portón rojo de metal. Si alguien la explica, entiende uno que esos esqueletos que hay ahí eran las casas de los mozos; que esa cueva era la ermita y que aquellos escombros fueron un altar; que estas ruinas fueron un beneficio poderoso, que esa casa fue bella. Los dueños huyeron y ahora está en otras manos, a pedazos, parcelada.
-¿Es posible encontrar aquí algo que no tenga que ver con la San Ambrosio? -le pregunto a la dueña de la venta de lencería “Musas”, que al mismo tiempo es la secretaria del alcalde.
-No, es imposible.
El alcalde fue el capataz de la hacienda de los Ávila Canessa. Se recuerda a sí mismo como bueno, porque a los mozos sólo les robaba cinco libras de café por jornada y ellos podían cobrar casi todo lo que les correspondía. Como es lógico, aquí el FMLN no tiene mucho pegue y desde la firma de la paz ha estado sentado en esta alcaldía un arenero. ¿Que por qué no hay violencia en su territorio? "Porque no hay mucha vagancia", no hay que darle muchas vueltas. Si vienen californianos deportados de Estados Unidos, él mismo los va a traer al aeropuerto, como hizo con Racumín y con el Chele Sarna... para tenerlos controlados. Para integrarlos a la comunidad. Además, hay un comité de prevención de la violencia que organiza buenos torneos de fútbol y da mejores charlas. Para él, la clave está en que todos los californianos, los más de 2 mil 600 que habitan este lugar, tienen un mismo origen, y que alguna vez ellos, o sus padres, trabajaron en el mismo cafetal y fueron hijos del mismo esplendor que ahora añoran. Me propone que hable también con el cura. Es que la gente aquí es muy religiosa.
* * *
Ciertamente el bidón no estaba lleno cuando llegué, pero ahora por más vueltas que le damos, apenas sale un chorrito tímido de chaparro. Plan B: el padre Erick cuelga el teléfono y dice que no hay nada de qué preocuparse, que está todo resuelto. Se da una ducha y se pone una camiseta. Vamos a parar a la casa de una señora que nos atiende a cuerpo de rey y que es toda atenciones con el cura. Se acabaron los tragos de chaparro enmielado a mano. "¿Qué tiene de traguito?", pregunta y enseguida tenemos unos rones bien servidos sobre la mesa y una cena espectacular. Pienso que la gente aquí sí que es muy devota. Total, no todos los días se cumplen 49 años y el padre tiene derecho a celebrar. Lamentablemente tengo que irme, aunque Erick insiste en que sigamos la rumba en Usulután. Ni modo.
-¿Cuántos municipios decís que quedan sin muertos?
-Sólo seis, padre.
-¡Puta, estamos jodidos! -y vacía de un trago el roncito que le queda en el fondo del vaso.
· Litigio Dárdano-Canessa. Carlos Dárdano. Tipografía La Unión. Dutriz Hermanos. 1909