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Crónica de un día de miedo

Una serie de correos electrónicos hizo que los municipios del Gran San Salvador entraran en pánico el pasado lunes 19 de octubre. En ellos se hablaba de un estado de sitio impuesto por las pandillas, de toma de calles en colonias de clase media y alta, de asesinatos, de muchos asesinatos. Si acaso, sólo lo último se cumplió, pero nada alejado de lo que se vive día a día en El Salvador.

Lunes, 9 de noviembre de 2009
Rodrigo Baires Quezada (*)

El vigilante hizo un ademán con su mano izquierda. Era una señal de alto. El periodista se detuvo a mitad del parqueo del Hipermall Las Cascadas. Había intentado saludarlo, romper el silencio extendiendo su mano derecha en señal amistosa para preguntarle por qué el supermercado había cerrado poco antes de las 7 de la noche. De nada le valió mostrar la credencial de prensa que colgaba sobre su pecho para convencer a ese guardia de cara redonda y regordeta que solo quería saber si el cierre de negocios tenía que ver con el rumor del toque de queda impuesto por las pandillas.

-¡Quédese ahí! -le había dicho, mientras su mano derecha se iba sobre la cacha de la pistola. Así dejó claro que no existía ninguna oportunidad de entablar un diálogo o acercarse más allá de los escasos dos metros que los separaban.
-Maestro, disculpe -dijo el periodista mientras extendía su mano derecha en señal de saludo.
-¡Espérese, ya no avance! -le insistió el uniformado, que se mantenía en un difícil equilibrio sobre la bicicleta, con un pie en el suelo y el otro sobre el pedal, el rostro tenso y su mano siempre en la pistola.
-Soy periodista, disculpe -repitió el otro y mostró su gafete.
-¡Quédese ahí! -respondió el vigilante.
-¿Sabe usted por qué está cerrado el supermercado? -preguntó el periodista.
-¡Yo no sé nada!... Las órdenes que tenemos son las mismas, cuidar el centro comercial -le dijo. Ni una palabra más.

Adentro del centro comercial, con excepción de los restaurantes de comida rápida, todos los negocios estaban cerrados. Otro vigilante, escopeta en mano, reconocería que todo era por el toque de queda de las maras. Ese mismo que se había hecho público en varios correos electrónicos sin firma, mismos que habían pasado primero de correo en correo, después de boca en boca, y que habían puesto en pánico a una gran parte de la población y a empresas y fábricas las llevó a cerrar antes de tiempo y a funcionarios a buscar explicaciones en teorías de conspiración de cómo una carta podía poner en jaque sus planes de seguridad.


Una semana atrás, diferentes correos electrónicos habían dado vida a un rumor. “AVISO, TENGAN MUCHISIMO CUIDADO”, “POR SI ACASO”, “PARA TENER PRECAUCIÓN” y “OFENSIVA DE MAREROS”, fueron algunos de los títulos que se leían en las bandejas de entrada. Todos daban información “fidedigna” de cómo un amigo, vecino o compañero de trabajo que era familiar de un investigador de la Policía Nacional Civil (PNC) o de un fiscal tenía información que ese lunes 19 de octubre los mareros iban “a lanzar una ofensiva contra la ciudadanía por todos lados” y cómo iban a estar todas las calles 'súper peligrosas”.

Y las calles estaban peligrosas. Había muerto el primero… Frente a las oficinas centrales de la Fiscalía General de la República (FGR). Lo dijo un vigilante del mismo centro comercial, quien lo había visto cuando se dirigía al trabajo, y dio algunas señales del caso: era un motorista de la ruta 42 B. La realidad es que se trataba de un pasajero de 20 años, Eliseo Antonio Melara, asesinado con arma de fuego una cuadra al occidente del hospital San Rafael, en Santa Tecla. Se resistió a un asalto y le dispararon. El motorista de la ruta 101 B, en el que se conducía Melara, dispuso que el lugar más adecuado para que Medicina Legal reconociera el cuerpo era en la calle frente al edificio de la Fiscalía. Hasta ahí manejó el microbús placas MB 2-700, ahí lo vio el vigilante, ahí empezó otra historia.

Otra historia que ya había hecho mella en diferentes comercios, empresas y fábricas. Para entonces, la cadena de correos ya había sumado direcciones de gerentes de empresas grandes, instituciones financieras, organizaciones internacionales. “Entre las 2 y las 3 de la tarde no se podía trabajar. La gente preocupada llamaba a sus casas, empezaron a pedir permisos para salir antes e ir a recoger a sus hijos… Cierto o no, lo mejor fue despacharlos a todos”, reconoció un gerente de una empresa, cuyas oficinas están en el Bulevar del Ejército. Lo suyo, más que por seguridad de sus empleados, era una cuestión de rentabilidad de la empresa. “Uno hace sus balances… igual se estaba perdiendo dinero, pues”, acotó.

Él no fue el único que decidió cerrar. “Tenemos reportes de empresas, de comercios, de industrias, de servicios inclusive que cerraron sus horarios, redujeron sus horarios de servicio”, reconoció Jorge Daboub, presidente de la Cámara de Comercio y vicepresidente de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP). ¿Qué significó para los empresarios el cierre de sus empresas? Nadie lo sabe, ninguno de los gremios dio cuenta de la cantidad de asociados que optaron por cerrar, ni de las pérdidas económicas en las que incurrieron.

Pero a esas horas los datos reales no importaban. El pánico generalizado que vivían algunas personas en el Gran San Salvador se debía menos a la información que daba en los correos y más a su propia experiencia, a su propia sensación de inseguridad. Así, un país donde, según los datos de la última encuesta de la UCA, la sensación subjetiva de inseguridad en la población ronda el 55.4% -gente que afirmó sentirse entre muy insegura y algo insegura, la mayoría de ellos en la zona urbana-, las amenazas que contenía la serie de correos electrónicos fueron solo un detonante. Y cada muerto, cada incidente, real o no, solo sirvió de excusa para reconfirmar el rumor de que ese día las ciudades más importantes del país estaban a merced de las pandillas.

A las 6:30 se agregó un ingrediente. Se informó de un homicidio sobre la calle Mediterráneo, en la colonia Jardines de Guadalupe. “Las maras están matando a estudiantes de la UCA”, dijo al aire una señora alarmada en una radio y dio vida a lo que decía uno de los correos electrónicos. Algunos de los mensajes hacían referencias a zonas específicas - “Supongo que hay que hacer énfasis en Lourdes, Opico, Soya y Apopa”, decía uno- y otros aseguraban que los pandilleros saldrían a las calles en colonias de clase media y alta. Decían que estarían en la San Luis, en la Escalón, en la Satélite, en la Miralvalle y en Ciudad Merliot. De persona a persona el rumor sumaba colonias, residencias, repartos y barrios.

Jardines de Guadalupe, en Antiguo Cuscatlán, era una de esas colonias de clase media. En la acera de la calle Mediterráneo, si alguien se acercaba lo suficiente, podía ver cómo un cuerpo estaba agazapado, con las manos extendidas y las piernas cruzadas de una forma extraña. “¿El rostro? Nada, no se le vía pero parecía que era un joven”, dijo una persona que pasó por el lugar. Minutos antes se había escuchado un carro frenar con fuerza y el sonido hueco de una bala disparada por un arma. Primero, una vez, luego otra, otra, otra, otra y otra más. Pum, pum, pum, pum, pum, pum...

“Sonaron como cuetes, sólo que bien rápido… ”, dijo uno de los vecinos que estaba adentro de su casa. “Fueron como cuatro o cinco... después, otros dos más”, recordó un vigilante de la zona. El joven cayó. Otros dos o tres lo rodeaban. Parecía que lo ayudaban… Segundos después, salieron corriendo. Hasta ese momento fue que la gente que pasaba por la calle se dio cuenta de que algo andaba mal, muy mal. Lo demostraba el carro sedán gris placas P565-053 estacionado en contrasentido con cinco impactos de bala, tres de ellos en el parabrisas trasero, el cuerpo inmóvil de un joven desangrándose sobre la acera y un teléfono celular cerca de su mano izquierda.

“Intento de asalto”, concluyó apresuradamente un policía que cerraba el paso vehicular en la zona con ayuda de agentes del CAM de Antiguo Cuscatlán. “¿Maras o delincuencia común?”, preguntaron los periodistas. “No se sabe aún, serán las investigaciones las que digan qué fue lo que realmente pasó”, remató. Las noticias del día siguiente darían cuenta de que había sido asesinado Ronald Díaz, de 32 años de edad, una de las víctimas de ese lunes de zozobra. En los noticiarios se diría que el joven iba hablando por teléfono con su padre, que se dirigía a su casa, a pocos metros de donde murió, después de salir de su trabajo como agente de un call center, y que había sido interceptado por delincuentes.

¿El resultado de las investigaciones? Públicamente, ninguno. Para las notas periodísticas, sólo números fríos. El de Díaz sería el homicidio número 3 mil 506 del año y su caso entraba en el grueso de las estadísticas: sexo masculino -como el 87% de las víctimas del año hasta ese momento-, asesinado con arma de fuego y en zona urbana, como en el 76% y 58%, respectivamente, de todos los casos registrados entre el 1 de enero y el 19 de octubre de 2009. Números cotidianos.

Si se hacía caso a los rumores, los números se hubieran disparado. Ya entonces se hablaba de un alumno de una escuela pública baleado en Apopa y otro más en San Juan Opico; de dos muertos frente a la catedral metropolitana, en el corazón del centro histórico de San Salvador; de que la gente estaba encerrada a calicanto en sus casas en San Marcos, Soyapango, Lourdes, Mejicanos, Ayutuxtepeque, Cuscatancingo, San Juan Opico y Apopa, donde ya era efectivo el toque de queda impuesto por las pandillas.

En ese momento cayó una llamada telefónica en la redacción de El Faro. Era otra personas que preguntaba cuánto de cierto era en lo que se decía. 'Dicen que los mareros van a desfilar en Soyapango', explicó el motivo de su consulta.

El teléfono del inspector Ángel Manzano, encargado de comunicaciones de la PNC, sonó a las 7 de la noche. Le llamaba otro periodista. Había sonado insistentemente durante toda la tarde. Siempre las mismas preguntas, siempre las mismas respuestas. “No tenemos ningún reporte de asesinatos en el centro capitalino”, dijo a un periodista. “¿Toque de queda en dónde? ¿Apopa, me dice? No, aquí andamos en Popotlán, con una patrulla, y no hay nada de eso. ¿Mejicanos y Ayutuxtepeque, me preguntó? Nada, tampoco hay nada, solo mucho tráfico”.

Entre las 5 y las 8 de la noche, el tráfico se disparó. Se veía sobre el Bulevar de los Héroes y en el del Ejército, en el paseo General Escalón, en la avenida Jerusalén, en El Espino y en la calle Chiltiupán, ya en Ciudad Merliot. Aunque en todos esos lugares cada día hay congestionamientos, esta vez el tráfico era más pesado que de costumbre más temprano. En el semáforo de la 29.ª avenida norte y calle Zacamil, frente a la Súper Manzana, apenas se movía una doble fila de vehículos, microbuses y buses que se desplazaban de sur a norte. El tráfico se salía de proporciones cotidianas. Las filas de vehículos se extendían sobre la avenida Don Bosco y se alargaban hasta la entrada de la facultad de Ingeniería de la Universidad de El Salvador. Las cosas no eran mejores sobre la calle Circunvalación Universitaria, la que rodea la UES y se une a la Autopista Norte, donde la gente intentaba escapar hacia la colonia Universitaria Norte para hacer un rodeo y subir por la avenida Ayutuxtepeque, una salida a la calle El Volcán. “Por donde se fuera, hermano, no había forma de pasar… Y la gente pitando, atravesándose… Eran como hormigas locas”, recuerda Francisco, un taxista que vivió ese calvario, intentando llegar a su casa.

“Hablé a la casa y la mujer me dijo que estaba peligroso… Un cuento de que las maras iban a marchar por sus derechos humanos, una babosada así… ¡Imagínese, qué estupidez! Le dije que se calmara, que ya iba a llegar… Y ella, que no se calmaba porque una vecina le dijo que las maras iban a matar gente que anduviera en las calles…”, dice Francisco. Él respiró hondo, se quitó el cinturón de seguridad, subió la ventana y encendió la radio buscando un poco de música que lo relajara. “¿Qué más podía hacer? Nada… ¿Sí le creí a la mujer? ¡Qué le iba a andar creyendo! Esos no tienen que avisar que van a matar... Todos los días que me subo al taxi me persigno dos veces porque me pueden matar por robarme el pisto o llevarse este perol.”

Cuando Francisco llegó a su casa, pasadas las 8 de la noche, fue el turno de su mujer de persignarse dos veces. Lo recibió con un “¡Bendito Dios que no te pasó nada!” Dejó de lado la camándula y se prometió en voz alta rezar un rosario de nuevo, esta vez en acción de gracias. “No sea alarmista, no sea exagerada”, le exigió el taxista. “¿Exagerada? Ya mataron a unos conductores de buses… Salió en las noticias… ¡Ya ve que era cierto!”, le contestó. Esa noche, Francisco cenó viendo los noticiarios. “Si era cierto o no esa babosada de las maras, no lo sé… Lo que era cierto es que se habían quebrado a un motoristas en Soyapango”, recuerda.

Francisco hablaba de Rodolfo Mauricio Barrera Guillén. Motorista de la ruta 49, esa que hace su recorrido entre la colonia La Campanera y el centro de Soyapango, Barrera Guillén tenía 39 años, era evangélico y entre sus compañeros de trabajo era conocido como “el Pila”. Los datos los dio su madre entre sollozo y sollozo. “Mi hijo era el pilar de mi familia. Lo mataron injustamente... No le hacía mal a nadie... No tenía enemigos”, dijo, y los periodistas tomaron nota.

Barrera Guillén conducía su bus sobre la antigua carretera a Tonacatepeque, en las inmediaciones de la colonia Las Margaritas. Era las 7:30 p.m., era el último viaje de la jornada. Quizás, por ello, su hija Xiomara Guadalupe Barrera, de 16 años, iba con él. Dos pasajeros hicieron parada al motorista, se dirigieron hacia el conductor y dispararon sin mediar palabras. Xiomara trató de defender a su padre. Un disparo más, éste último, certero, directo a la cabeza de la adolescente.

La zona, con correo electrónico o no, es zona de guerra. El sábado 17 quemaron una unidad de la ruta. Ahí, en La Campanera y Las Margaritas, nadie habla, pero todos dicen entre dientes que la culpa la tienen las pandillas y sus rentas. Que había una amenaza de la Mara Salvatrucha de matar a un motorista si no hacían efectivo el pago de 200 dólares por el derecho de paso por Las Margaritas. Los empresarios tenían hasta las 6 de la tarde para pagar... No lo hicieron. Barrera Guillén fue la prueba de fuego de que no estaban bromeando; su hija, una casualidad fatal.

Quienes vieron cómo sucedía todo, guardaron sus ganas de gritar mientras los asesinos se bajaban del vehículo y luego corrían para perderse en los pasajes de la colonia. Si uno les preguntaba, todos dirían lo mismo: nadie vio nada. Como tampoco lo hicieron los agentes que estaban en un retén policial a escasos 10 metros del lugar, y que corrieron hacia el bus cuando escucharon los disparos. Adentro del autobús sólo encontraron dos cuerpos sin vida y desangrándose. Las estadísticas seguían: víctimas número 3 mil 507 -la número 118 si se sumaba a la lista de motoristas y cobradores que han perdido la vida en hechos violentos en el año, según los empresarios del transporte público- y la 3 mil 508. Esta última, la persona 460 del sexo femenino asesinada en 2009, según los datos de homicidios de la PNC.

Para entonces, los homicidios compartían cartelera con los jefes policiales que llamaban a la población a calmarse desde los diferentes noticieros. Mauricio Ramírez Landaverde, subdirector general de la PNC, fue uno de ellos. La información que circulaba en internet era falsa, aseguraba. “El pasado junio también se dijo que en el centro de San Salvador había toque de queda, ahora otra vez surgió el rumor”, dijo. Ya lo había dicho a las 5 de la tarde el subdirector de Seguridad Pública de la PNC, Hugo Armando Ramírez. “Desmentimos categóricamente que se esté dando (el toque de queda) o hayan ocurrido actos de tal naturaleza en el país”.

Solo un rumor. Eso repetían los jefes policiales y se basaban en la información que había recolectado su departamento de inteligencia desde el primer momento que circulaba el correo con las amenazas. Y, según lo dijo Ramírez, lo sabían desde una semana atrás. Ya el miércoles 14 de octubre les había caído una llamada al sistema de emergencias 911 dando aviso de las cartas. Al día siguiente, otra. El sábado 17, una más. Para entonces, la dirección de la PNC ya había desestimado la información y la orden era calmar a la población.

El presidente de la República, Mauricio Funes, lo diría un día después en conferencia de prensa: “... Inmediatamente cuando comenzó a circular este correo, se hizo labor de inteligencia, sobre todo en las zonas que mencionaban para ver si recogíamos algunos indicios que nos permitieran prever que tal situación se pudiera dar”, dijo el primer mandatario, y solicitó a la ciudadanía, de nuevo, que diera su voto de confianza a las autoridades de seguridad pública.

Así lo habían hecho en cada una de las 116 veces que algún ciudadano llamó ese lunes al 911 para confirmar la veracidad de la información de los correos. “Mantenga la calma, todo es falso...”, “No existe ningún peligro de ese tipo...”, “La policía ha investigado y no es cierto...”, “La PNC está trabajando...”, “Son rumores, nada más...”, decían los operadores del call center policial. Lo dijo el mismo director de la PNC, Carlos Ascencio: “Le pedimos a la población que no permitamos que el miedo se expanda y que confíe en su institución en todo el país”. Pero las palabras del presidente, como las de sus jefes policiales, llegaron tarde.

El análisis de las autoridades de seguridad que sería dado a conocer un día después iba más allá. Las cartas no eran de las pandillas ni eran una broma: eran un plan orquestado. Manuel Melgar, ministro de Justicia y Seguridad Pública, lo dijo: “De lo que a estas alturas no queda duda es que se trata de una operación de guerra sicológica”. ¿Quién estaría interesado en dirigir una operación de este tipo? El funcionario no dio nombres específicos pero, por la cobertura periodística que tuvo el hecho, se atrevió a hacer conjeturas: personas o grupos asustados con que el presidente Mauricio Funes tuviera un 80% de popularidad, el crimen organizado o gente que quisiera desviar la mirada de los problemas internos de Arena.

Al final de la tarde de ese lunes, entre verdades y mentiras, ya se hablaba de cierres de algunos colegios y escuelas públicas de al menos siete municipios del Gran San Salvador; de puntos de asalto en las zonas más céntricas de Apopa, San Marcos y San Martín; de rutas enteras de buses que habían dejado de circular; de una balacera en las cercanías de la zona industrial de Lourdes, Colón; de cierres de fábricas y empresas sobre el bulevar del Ejército y de marchas de mareros en Soyapango, San Marcos y Quezaltepeque. A cada llamada de los periodistas, los jefes policiales respondían de igual forma: se negaban los rumores, se solicitaba a los medios que contribuyeran a calmar a la población y se recordaba que la policía estaba en estado de emergencia.

Y así, en estado de emergencia policial, el lunes 19 de octubre terminó con 16 homicidios, uno más que los registrados el mismo día del año pasado y por encima de la media de 14 diarios que se contaba en el mes. 10 de ellos, en la zona metropolitana y sus alrededores, como 47% de todos los casos de asesinato de este año. Un dato cotidiano en un país que al cierre de octubre alcanzó los 3 mil 510 asesinatos. Lo único diferente de ese día, un rumor que puso de rodillas a la mitad de habitantes del Gran San Salvador.

(*) Con reportes de Óscar Luna y Diego Murcia.

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